“Érase una vez que se era una chica muy guapa, de ojos
verdes y pelo castaño claro, que resultaba cobrizo al sol. Ésta era la más
bonita del reino de Tuirland, y cuando paseaba por la plaza del pueblo las
princesas la miraban con envidia, los hombres con deseo y codicia, y sus pocos
conocidos con una sonrisa de encanto. La muchacha era dulce con todo el mundo,
daba sin esperar a cambio; y era por esto por lo que mucha gente la odiaba: por
envidia. Ella nunca se había mirado en un espejo, nunca había visto su belleza
reflejada en un lago, en un charco, o en una cuchara de plata. Todo hay que
decirlo; Marina no pertenecía a una familia rica, pero en esa época la gente
vestía corsés y vestidos largos o de trajes caros siempre, aunque no tuvieran
el dinero suficiente para comprarlos. Marina no tenía ni apellido, aún así se
la conocía por todo el reino de Tuirland por su belleza, mas ella no había oído
rumor alguno.
Su madre siempre le decía que estaba radiante; la peinaba y
la vestía día tras día, aunque la muchacha ya tuviera sus diecisiete años ya
cumplidos. No tenía muchas amigas porque Marina vivía a las afueras del pueblo,
y su madre se encargaba de darle un mínimo de educación. Ella iba todas las
mañanas al mercado del pueblo, que iba desde la iglesia hasta la plaza del
palacio, recorriendo una inmensa calle llana por donde los carruajes pasaban
anchísimamente. Los domingos solía ser cuando más gente iba al pueblo, desde
las aldeas más cercanas e incluso de otros pueblos más pequeños del reino. Este
pueblo en el que Marina vivía era el más grande e importante de todo Tuirland,
era donde la familia real tenía su palacio y vivía la mayoría del tiempo.
Marina no tenía hermanos mayores o pequeños, aunque ella siempre había deseado
tener una hermana pequeña a la que peinar y cuidar. Su madre se quedó viuda
cuando la pequeña aún tenía solo dos años, por lo que nunca conoció a su padre.
A Marina le encantaba ir a comprar al mercado, encontrarse
con sus amigos y tener alguna conversación con los comerciantes, haciendo tratos
con éstos. Solía pasearse desde el palacio hasta la iglesia, donde recogía a su
abuela y se iba a su casa a bordar algún vestido nuevo con ella. Esto lo hacía
todos los días salvo los domingos, cuando la misa empezaba más pronto y así
recogía a su abuela antes, y desde la iglesia bajaban al palacio viendo el
mercado y comprando algún que otro caprichito.
Pero este domingo era diferente, su abuela se había puesto
mala, y Marina decidió ir a visitarla después de haberle comprado algo en el
mercado que llevarle a su casa. Así pues, desde la iglesia fue bajando hasta el
palacio, parándose en cada puesto de frutas, verduras, pescado, carne,
vestidos, lana y tela, herramientas de trabajo, muebles… Ese domingo el mercado
estaba a rebosar. Se fue parando con cada persona, dándole dos besos a todo el
mundo que conocía. Cada vez más y más gente le miraba con encanto, mas envidia,
y la mayoría le decían lo guapa que estaba ese día, a la intensa luz del sol.
Siempre que alguien le alagaba, ella otorgaba la más bella sonrisa; sus ojos
brillaban verdes, mientras su boca se abría sonriente y sus dientes lucían el
más puro blanco. La gente quedaba pasmada, inmóvil frente a ella con cada una
de sus sonrisas.
Marina compró ese día fruta y telas nuevas para terminar el
vestido que tan bonito les estaba quedando a ella y a su abuela. Llegó al
palacio y sintió envidia por las princesas, las cuales lucían trajes de gala:
era el cumpleaños de la más pequeña y habían decidido salir a la plaza a
festejarlo. Las princesas la miraban con mala cara, ceño fruncido y mueca de
desperdicio. Marina iba ese día con el traje más nuevo que tenía, mas
compararse no podía con el de las niñas de la realeza. Sintió cómo la mala cara
de las princesitas se le clavaban poco a poco como agujas en la piel; no hacía
daño, pero las notaba y le molestaban. Por un momento deseó ser una de ellas;
conseguir todo lo que quisiera con un chasquido de dedos y ser tan guapa como
ellas lo eran.
Marina sentía envidia por la belleza de las princesas, lo
cual no tenía ningún sentido, pues ella era la más guapa del reino. Pero marina
no se conocía, no sabía cómo era aunque la gente siempre le dijera lo guapa que
estaba ese día, y al siguiente, y al siguiente del siguiente…
—¡Eh,
usted! ¡La del vestido azul! —Marina se dio la vuelta, y vio a un hombre viejo,
casi sin dientes, vestido con harapos viejos y con pinta de ermitaño.
—¿Q… qué
quiere? —dijo balbuceando y sin confiar demasiado en el viejo. El hombre estaba
de pie tras un pobre escaparate, el cual se componía de una mesa pequeña
cubierta por una manta, sobre la que había pocas cosas viejas, algunas incluso
ya oxidadas.
—Usted
tiene envidia de esas tres, ¿verdad? —Marina negó con la cabeza, sin dejar de
echar algún que otro reojo a las princesitas— No me mienta, que conozco esa
cara. ¿Cómo se llama?
—M… Marina —volvió
a balbucear, dudando en si debía o no decirle su nombre a aquel hombre.
—Tenga,
coja esto y váyase a su casa —dijo con una sonrisa, ofreciéndole una caja vieja
que no tenía brillo alguno—. No las envidie,
simplemente ábralo frente suyo.
—No,
gracias.
—Cójalo —dijo
esta vez más serio.
—Ya le he
dicho que no lo quiero, pero gracias —se dio la vuelta para seguir caminando
hacia casa de su abuela, mas alguien le agarró del bolso y le hizo girarse
hacia él.
—Cójalo —la
cara del viejo esta vez era mucho más seria, con el ceño fruncido y unos ojos
negros como el carbón que inquirían en lo más hondo de Marina. Ésta hizo caso
al viejo, y lo guardó en su bolso, mas echó a correr hacia su casa al minuto de
haber cogido la caja de metal.
A mitad del
camino, en el bosque que separaba su casa del pueblo, se sentó bajo un árbol,
sobre el césped, y sacó la caja para mirarla detenidamente. Ahora la caja
brillaba fuertemente.
—Es… esto
es plata —se dijo Marina a sí misma, anonadada. Se quedó sentada frente
a la caja, mirándola durante un buen rato.
“¿Podrá abrirse?” se preguntaba, observando una ranura a
mitad de ésta, mas no se veía hueco alguno donde colocar una llave. Tras mucho
tiempo pensando, agarró la caja y la metió en el bolso.
Llegó a casa, dejó la compra en la mesa de la cocina y fue a
su cuarto, se sentó en el suelo y volvió a sacar la caja del bolso.
“Es preciosa” pensaba. Cada vez el plateado cofre brillaba
más y más ante sus ojos, por lo cual Marina quedaba sorprendida a cada segundo
que pasaba. La cogía, la levantaba, la observaba a la luz del sol y la volvía a
dejar en el suelo, dándole vueltas y vueltas antes para encontrar el cómo
abrirla. Entonces, ella sola se desquició, apoderóse de ella la locura y, con
toda la fuerza que pudo sacar de su cuerpo, la arrojó de nuevo al suelo.
La caja ni se inmutó, mas cuando Marina se dio la vuelta
para tumbarse en su cama, esta emitió un sonido sordo y se abrió. Ante los ojos
de la diecisiete añera más preciosa del reino, la preciosa caja de plata estaba
completamente abierta, y dentro de esta no había más que un sucio espejo.
Marina fue corriendo a la cocina, y cuando hubo traído un
paño a la habitación, más desquiciada todavía se puso a limpiar el espejo.
Finalmente, con el último movimiento de limpiar, se vio reflejada. Vio su
belleza en el espejo a la luz del sol, con su pelo cobrizo, sus mejillas llenas
de pecas, su nariz pequeña y refinada y esos ojos verdes que brillaban alegría.
Estos tornaron desde la más pura felicidad al más puro codicio.
Y desde ese día, la pobre Marina nunca volvió a ser la chica
simpática, amable y no rencorosa que había sido siempre.”