viernes, 21 de octubre de 2011

2:47 am

Se levantó de madrugada, miró el móvil y se sorprendió de la hora que vio en la pantalla. “2:47”, decía. Se sentó en la cama y se apretó fuertemente las sienes, masajeándolas un poco de vez en cuando. Sus cejas se fruncían y estiraban al compás de los movimientos de sus manos, y sus párpados se cerraban fuertemente, provocando arrugas en ellos.
Abrió los ojos diez minutos después, y miró hacia la ventana.
–Las tres de la mañana, Ana, te has lucido –se dijo a sí misma.
Las calles estaban vacías, no se veía un haz de luz, sólo ese pequeño azul claro que hay en este país, cuando hace frío y el invierno se acerca.
Vestía una camiseta de tirantes con mucho escote, y unos pantalones largos de pijama de invierno. Cogió la manta del suelo y se la puso sobre los hombros. Estaba tiritando.
–Brrr, ¡qué frío!
Se levantó de la cama, y se dio cuenta de que llevaba calcetines. Era la primera vez en mucho tiempo que dormía con ellos y que lo soportaba. Odiaba dormir con calcetines, incluso cuando hacía mucho frío en su país lo había intentado, pero acababa –consciente o inconscientemente– quitándoselos. Bajó las escaleras despacio, apoyando la mano derecha en la barandilla.
“Las tres de la mañana” pensó. Encendió la luz de la cocina y se sentó donde siempre, al lado del frigorífico, mirando hacia la ventana, ausente por la cortina negra que la ocultaba de arriba abajo, que había sobre el lavaplatos.
Estuvo en silencio todo el rato, sin siquiera prestando atención al sonido de su propia respiración, como solía hacer cuando se encontraba sola en un lugar silencioso. Sin embargo, sus pensamientos llenaban su cabeza gritándose a sí misma cuánto echaba de menos a su familia y amigos. Y a su “más-que-amigo”.
Éste sí llenaba por completo su mente.
“Hace ya más de mes y medio que estás aquí, y aún no te has acostumbrado a estar sin él, y dudo que lo hagas”.
Tenía razón, no lo iba a hacer. Demasiados sentimientos como para apartarlos de su cabeza aunque sea un solo segundo.
Miró el reloj mientras se daba cuenta de que estaba tiritando, y que sus pies, aun cubiertos por dos pares de calcetines –unos de vestir y otros de estar por casa, de lana–, estaban fríos. Mucho.
–Las cuatro, creo que ya es suficiente. A la cama.
Y tal y como lo dijo, lo hizo. Subió las escaleras muy lentamente, pensando en cada escalón. Entró en la habitación sin hacer ruido, para no despertar a su compañera, y se metió en la cama, envolviéndose primero en la manta y luego en el nórdico.
“Sí, hace mucho frío” volvió a pensar. Cerró los ojos, recordó la cara de él y cayó en un profundo sueño, que terminó tres horas y media después.

domingo, 9 de octubre de 2011

Needs.

–Necesito llorar.
>>¿No te has sentido nunca como un cualquiera, nada especial? ¿No te has odiado?
Hizo mueca de no saber de qué hablaba. Quizás él nunca se había sentido especial, a lo mejor él siempre se sentía normal y por eso no le parecía extraño.
–Solía pasarme como mínimo dos veces al mes, algunas veces más de quince incluso, pero eso fue hace mucho tiempo, al menos un año y medio. Hasta hace poco lo recordaba y me reía, veía lo idiota que había sido. Pero hoy ha vuelto y no sé plantarle cara.
Volvió a hacer ese gesto, y lo único que salió de su boca fue un “Ahmm” a modo de “Vaya, qué cosas”. No le importaba lo más mínimo, hubiese sido más productivo hablarle a la pared de mi habitación, pero no lo hice, ni me enfadé con él por su poca expresividad, por el como interés que le ponía al tema, por el nefasto (e incluso negativo, podría decirse) interés que tenía en mí. Así que, como no quería darme cuenta, seguí hablando, contándole cosas que le importaban mucho menos que una mierda.
–Pensaba que no volverían, que nunca tendría esos problemas otra vez, que las cosas iban a ir bien y que no tendría más bajones repentinos sin motivos importantes, sin motivos significativos –dejé de mirarle a la cara y empecé a atisbar los árboles del horizonte, que crecían a cientos de metros frente a mí. Estábamos sentados en el bordillo de una calle que terminaba en parque, así que veíamos tanto pájaros picoteando trozos de pan como coches pasando rápidamente, con la música (que por cierto, era vomitiva y asquerosa) a todo volumen–. No tengo por qué estar triste ahora mismo, y aunque lo sepa e intente reír, no me sale –me quedé callada hasta que noté que los pájaros sobrevolaban el cielo, volviendo a las copas de los árboles, y me di cuenta de que el sol comenzaba a esconderse y la gente a recogerse. Se estaba haciendo tarde. Era hora de ir a casa, y tenía menos ganas de llegar que de morirme allí mismo–.No quiero ir a casa, quédate aquí hablando conmigo, aun sin decir nada, en silencio, pero no me dejes ir. Es lo último que necesito. Encerrarme en mi habitación y no hacer otra cosa que pensar sobre el porqué de mi nefasta existencia mientras mi mirada se pierde por los agujeros de mi teche –caí entonces en por qué estaban ahí. Un año antes empapelé mi techo con recuerdos de mis amigos, y los llené de chinchetas. En un ataque repentino de rabia acabé por arrancar todo y olvidarme de esa gente, empezar una vida de nuevo, pero hacer eso para mí en la misma ciudad en la que había vivido desde pequeña era demasiado difícil para mí, además de que olvidar a la gente se me hacía más que imposible; al fin y al cabo eran mis amigos de siempre–. Debería empezar otra vez, una nueva vida lejos de aquí. Olvidarme incluso de mis padres. Esa es la mejor opción, estando a distancia es más fácil borrar recuerdos. Pero, ¿y si me voy y acabo obteniendo justo lo que no quiero? Por favor, quédate un par de horas más, no quiero ir a la cama y no dormir, necesito hablar con alguien –moví mi mano derecha para ponerla sobre su muslo, pero acabé cayendo al suelo, sin encontrar punto de apoyo anterior al asfalta. Entonces se me ocurrió mirar donde supuestamente debía estar mi “amigo”. Pero no estaba, no había nadie, y eso me dejó más confusa y triste de lo que ya estaba.
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