–Necesito
llorar.
>>¿No
te has sentido nunca como un cualquiera, nada especial? ¿No te has odiado?
Hizo
mueca de no saber de qué hablaba. Quizás él nunca se había sentido especial, a
lo mejor él siempre se sentía normal y por eso no le parecía extraño.
–Solía
pasarme como mínimo dos veces al mes, algunas veces más de quince incluso, pero
eso fue hace mucho tiempo, al menos un año y medio. Hasta hace poco lo
recordaba y me reía, veía lo idiota que había sido. Pero hoy ha vuelto y no sé
plantarle cara.
Volvió
a hacer ese gesto, y lo único que salió de su boca fue un “Ahmm” a modo de
“Vaya, qué cosas”. No le importaba lo más mínimo, hubiese sido más productivo
hablarle a la pared de mi habitación, pero no lo hice, ni me enfadé con él por
su poca expresividad, por el como interés que le ponía al tema, por el nefasto
(e incluso negativo, podría decirse) interés que tenía en mí. Así que, como no
quería darme cuenta, seguí hablando, contándole cosas que le importaban mucho
menos que una mierda.
–Pensaba
que no volverían, que nunca tendría esos problemas otra vez, que las cosas iban
a ir bien y que no tendría más bajones repentinos sin motivos importantes, sin
motivos significativos –dejé de mirarle a la cara y empecé a atisbar los
árboles del horizonte, que crecían a cientos de metros frente a mí. Estábamos
sentados en el bordillo de una calle que terminaba en parque, así que veíamos
tanto pájaros picoteando trozos de pan como coches pasando rápidamente, con la
música (que por cierto, era vomitiva y asquerosa) a todo volumen–. No tengo por
qué estar triste ahora mismo, y aunque lo sepa e intente reír, no me sale –me
quedé callada hasta que noté que los pájaros sobrevolaban el cielo, volviendo a
las copas de los árboles, y me di cuenta de que el sol comenzaba a esconderse y
la gente a recogerse. Se estaba haciendo tarde. Era hora de ir a casa, y tenía
menos ganas de llegar que de morirme allí mismo–.No quiero ir a casa, quédate
aquí hablando conmigo, aun sin decir nada, en silencio, pero no me dejes ir. Es
lo último que necesito. Encerrarme en mi habitación y no hacer otra cosa que
pensar sobre el porqué de mi nefasta existencia mientras mi mirada se pierde
por los agujeros de mi teche –caí entonces en por qué estaban ahí. Un año antes
empapelé mi techo con recuerdos de mis amigos, y los llené de chinchetas. En un
ataque repentino de rabia acabé por arrancar todo y olvidarme de esa gente,
empezar una vida de nuevo, pero hacer eso para mí en la misma ciudad en la que
había vivido desde pequeña era demasiado difícil para mí, además de que olvidar
a la gente se me hacía más que imposible; al fin y al cabo eran mis amigos de
siempre–. Debería empezar otra vez, una nueva vida lejos de aquí. Olvidarme
incluso de mis padres. Esa es la mejor opción, estando a distancia es más fácil
borrar recuerdos. Pero, ¿y si me voy y acabo obteniendo justo lo que no quiero?
Por favor, quédate un par de horas más, no quiero ir a la cama y no dormir,
necesito hablar con alguien –moví mi mano derecha para ponerla sobre su muslo,
pero acabé cayendo al suelo, sin encontrar punto de apoyo anterior al asfalta.
Entonces se me ocurrió mirar donde supuestamente debía estar mi “amigo”. Pero
no estaba, no había nadie, y eso me dejó más confusa y triste de lo que ya
estaba.
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