jueves, 25 de agosto de 2011

Serrat.

Recuerdo una infancia llena de sus canciones, de Mediterráneos y de Libertades, y todo gracias a una persona que ponía sus vinilos siempre en el tocadiscos, y luego me tapaba con una manta para que no cogiese frío cuando me quedaba durmiendo en el sofá del salón.
Una persona que siempre me apoya, y con la que sé que siempre cuento.
Hasta ahora, Joan Manuel Serrat se había limitado a enamorarme con la canción de Princesa y a animarme con la de Hoy Puede Ser Un Gran Día, que son preciosas. Pero hace poco escuché una aún mejor en cuanto a los dos aspectos, y eso ya me parecía imposible.





No escojas sólo una parte,
tómame como me doy,
entero y tal como soy,
no vayas a equivocarte.

Soy sinceramente tuyo,
pero no quiero, mi amor,
ir por tu vida de visita,
vestido para la ocasión.
Preferiría con el tiempo
reconocerme sin rubor.

Cuéntale a tu corazón
que existe siempre una razón
escondida en cada gesto.
Del derecho y del revés
uno sólo es lo que es
y anda siempre con lo puesto.

Nunca es triste la verdad,
lo que no tiene es remedio.

Y no es prudente ir camuflado
eternamente por ahí
ni por estar junto a ti
ni para ir a ningún lado.

No me pidas que no piense
en voz alta por mi bien,
ni que me suba a un taburete
si quieres, probaré a crecer.
Es insufrible ver que lloras
y yo no tengo nada que hacer.

Cuéntale a tu corazón
que existe siempre una razón
escondida en cada gesto.
Del derecho y del revés,
uno sólo es lo que es
y anda siempre con lo puesto.

Nunca es triste la verdad
lo que no tiene es remedio.


Gracias por saber sacarme una sonrisa a la vez que una lágrima.

domingo, 21 de agosto de 2011

Trying to escape you can learn lots of things. You can also fall in love (III)

Emma llegó a su casa mucho antes que Víctor, y, a diferencia de este, no subió a su habitación, puesto que la suya estaba abajo, en el sótano.
Siempre que le decía a alguien que su habitación era el sótano de la casa la miraban con una cara extraña, de compasión, por así decirlo. Creían que la tenían sin cualquier tipo de luz, muerta de hambre y maltratada.
Pero no era así. Ella misma había decidido el año anterior, justo al cumplir los dieciséis, que quería un poco más de intimidad de la que tenía, que le apetecía estar sola de vez en cuando y eso en la planta baja no lo iba a tener de ninguna forma. Ella misma había redecorado todo el sótano, lo había pintado con sus propias manos de verde, y más tarde le había hecho un par de detalles en un color más oscuro (que se asemejaba al de sus ojos). Había puesto la cama pegada a la pared –le costaba mucho dormirse si no tenía una pared pegada a su espalda– lo más lejos de la escalera posible, y debajo de ésta estaba la tele. Justo en frente un sofá de lo más viejo, aunque restaurado por Emma y su madre, a pesar de que esta última no quisiera hacerlo y había estado dispuesta a comprar uno nuevo, pero a Emma le encantaba ese sofá, no era de los más cómodos, pero sí muy ancho y largo, además de ser también una buena cama. Lo había forrado con distintas telas de diferentes tonos de verde.
Era la habitación de sus sueños, por así decirlo. Y tenía bastante luz, se podría decir que demasiada para ser un sótano. En lo alto de las paredes, casi pegando al techo, había tragaluces que daban a la calle y que se abrían hacia fuera. A Emma le encantaba distraerse mirando los pies de la gente que pasaba por ahí cerca.
Cuando Emma llegó a casa entró en el salón y saludó a todos con un cálido “Hola”. No iba a dar explicaciones a nadie de dónde había estado ni con quién, hacía ya tiempo que su madre había dejado de preguntarle y no iba a ser ella quien sacase ese tema de conversación.
Fue a la cocina, se hizo un sándwich rápidamente y bajo a su habitación a ver la tele mientras lo comía. Cogió su portátil y empezó otra partida de ajedrez: siempre ganaba, y el juego le era tan monótono que subió lo poco que le quedaba a la barra para el tope de dificultad al máximo. Aún así, volvió a ganar.
Se sentó frente al escritorio, y abrió su diario y escribió.

Querido diario:
Hoy, nada interesante, como todos los días de verano.

“Eso es mentira” le dijo una voz en la cabeza.
–Cállate, ¿de acuerdo? –se ordenó a sí misma, mirándose hacia arriba.
“Allá tú”.
Siguió escribiendo en su diario, tachando lo que había puesto antes:

Querido diario:
Hoy, nada interesante, como todos los días de verano.
Lo reconozco, me ha gustado. Es majo, sensible, y… ¡vaya ojos! No me he fijado en su exterior hasta que me ha empezado a contar cosas sobre él mismo y su familia, y de que está harto de ella. Vamos, como todos los adolescentes de este mundo, como si yo no estuviera hasta los ovarios de la mía.
Moreno, se llama Víctor, unos cuatro dedos más alto que yo, delgado pero no demasiado, con músculos pero sin pasarse, sin dar asco. Supongo que como yo, unos dieciséis para diecisiete. Ojos verdes, como yo. Bueno, los suyos son más claritos, con azul haciendo una fina circunferencia en el exterior del iris.
Bastante guapo, sí. Mañana he vuelto a quedar con él.
En definitiva: nada interesante, como todos los días de verano, mas con un punto en medio de la hoja en blanco. Voy a ver la tele.

Al otro lado del bosque, en un chalet beis con piscina y jardín, Víctor hacía un crucigrama tirado en su cama. A las doce de la noche bajó a cenar un vaso de leche, y cogió su móvil de paso, que estaba en el comedor. Lo miró y pensó “Soy estúpido, ¿cómo me va a dar un toque si no tenemos nuestros números? Mañana se lo doy”. Encendió la televisión y se puso a verla mientras removía con cuidado la cucharita del vaso de leche. Estaba fría, no le gustaba la leche caliente ni en invierno, pero aún así le agradaba remover en todo momento la leche.
Ninguno de los dos sabía que el otro estaba haciendo exactamente lo mismo, viendo la tele por hacer cualquier cosa que le evadiera del exterior. Cualquier cosa por no tener contacto con alguien aleatorio que pudiese preguntarle o hablarle de chorradas.
–Emma, creo que ya va siendo hora de que te vayas a la cama, cielo –dijo su padre.
–¿Víctor? ¿Qué haces despierto hasta tan tarde? –preguntó la madre de Víctor– Mañana hay que madrugar, tu hermana compite…
–Sí papá, voy enseguida –contestó Emma.
–En cuanto me acabe el vaso de leche, “pá” –Víctor apagó la tele, se bebió el vaso entero y lo dejó en el fregadero de la cocina. Luego subió a su habitación y encendió el ordenador, miró un par de cosas y lo apagó a los cinco minutos.
Emma silenció el televisor y puso la radio para oír el programa de las doce y cuarto de humor musical. A la una se metió en la cama, apagó la luz, y no tardó más de dos minutos en dormirse.
Víctor hizo lo mismo, se tapó hasta el cuello y dio un par de vueltas hasta caer de sueño.
Los dos se durmieron enseguida, mas no sin antes pensar en el otro.

jueves, 11 de agosto de 2011

Our story 'til now.

Esta es la historia (casi completa pero sin demasiado detalle) de una chica de dieciséis años que tenía a sus amigos repartidos en dos ciudades diferentes.
Ella vivía en Albacete, una ciudad pequeña al sureste de España.
Cierto día, alguien le agregó en una red social preguntándole que quién era. Ella tenía catorce años. La chica encontró totalmente gracioso aquello, y no por ello aceptó esa amistad, sino porque tras hablar cada día con él durante una semana entera día sí día también se dio cuenta de que él era bueno, amable, completamente ya un amigo y ni siquiera se habían visto en persona aún.
No cayó en la cuenta de que ese chico iba a dar un completo giro a su vida de mal a muchísimo mejor.
Se conocieron en enero, y ya en marzo él la estaba invitando a su decimosexto cumpleaños. Nunca se le iba a olvidar ese día. Nunca.
Quedaron para cenar y conoció a dos personas en esa noche, dos amigos –uno más que otro– del chico “Y-tú-quién-eres”.
–Ana, Cristian; Cristian, Ana –les presentó Rubén, y en ese momento cometió el mejor acto de su vida, por así decirlo, por lo menos para ella–. Él es mi mejor amigo de Toledo.
Entonces comenzaron a hablar, día sí, día también. Ella le habó de que tenía una amiga, Raquel, que vivía en Toledo. Cristian también la conocía, y a raíz de aquella conversación, Ana empezó a hablar mucho con ella, a no dejar el ordenador en ningún momento porque era la mejor forma de comunicarse con todos a la vez gratuitamente.
Cristian se convirtió, en poco tiempo, en uno de los mejores amigos de Ana, y eso que no se habían visto ni más de seis horas.
Lo volvió a ver a los seis meses, mientras ella intentaba (sin éxito) convencer a sus padres de que la llevaran a Toledo, o de que le dejasen coger un tren hasta allí.
Finalmente, sus padres le dieron una buena noticia que la animó justo en el momento que lo necesitaba.
–Ana, los amigos de Villamalea –este era su pueblo– están preparando un viaje a Toledo, podríamos ir y tú quedas con tus amigos de allí. Nos alojaremos en el castillo de San Servando.
A ella se le iluminó la cara al instante, ir allí era su mayor deseo, y además iba a ir una semana después de cumplir los dieciséis. Era como un sueño del que no se quería despertar, pero esta vez era verdad, no como las otras muchas veces que soñaba estar en Toledo con Raquel y con Cristian.
Ana consiguió convencer a papá y a mamá de que quedarse en casa de Raquel era mucho mejor que cualquier castillo por bonito que fuera, y allí se quedó a dormir dos noches, probablemente dos de las mejores noches y días de su vida.
Lo malo fue al despedirse. En cuanto entró en el coche, las lágrimas empezaron a salir de sus ojos sin descansar hasta tres días después. Estaba triste porque los echaba de menos, y eso que acababa de verlos hacía tan solo un par de horas.
Después de esa visita en febrero, Cristian fue un par de veces a Albacete y Ana otra a Toledo, pero quedándose menos de doce horas. Lo genial fue en el cumpleaños de Rubén.
Diecisiete. Jopé, qué cosas, cómo pasa el tiempo… Marina, una muy amiga de Ana, se apuntó ese año al cumpleaños, y junto a Cristian, Rubén y Ana, hicieron una fiesta descomunal en casa de esta última. Fue algo más que perfecto.
Y por aquel entonces a Ana le ofrecieron algo demasiado importante, algo que va a cambiar su vida a partir de ahora, algo que aceptó.
Y por eso ahora, cuando va a Toledo para despedirse de la gente a la que lo más seguro es que la vea en un año porque se va a estudiar a otro país, se pone triste a la hora de decir adiós.
–No es un adiós, es un hasta luego –había dicho Cristian.
Y ella lo sabe, pero lo que no sabe es cuándo lo va a volver a ver en persona, porque le ha prometido que el Skype siempre será un buen medio de comunicación.
–Te voy a echar de menos –y en cuanto él había dicho esas seis simples palabras y la había abrazado… A echar a llorar otra vez. De lágrima fácil quizás.
Lo que no sabe él es que lo que le pueda echar de menos va a ser poco comparado con lo que ella lo haga, va a ser una minucia. Porque él ha significado y significa mucho, demasiado para ella.
Porque él acaba de cumplir los diecisiete, y ella solo pide que por favor le deje estar a su lado en muchos más cumpleaños, que siga siendo lo mismo para ella. Que siga acordándose de que sólo hace un año y medio que se conocen y han compartido más que cualquier otras dos personas que incluso se conocen desde hace más tiempo.
Que la distancia duele, pero Ana consigue sobrepasar el Everest de la felicidad cada vez que lo duele.
Y que dure mucho, por favor.

Gracias por ser como eres, gracias por estar ahí siempre que te necesito y gracias por esas conversaciones interminables que acaban, siempre, en “ciao”.

sábado, 6 de agosto de 2011

Trying to escape you can learn lots of things. You can also fall in love (II)

Claro que había pasado algo, y Víctor lo sabía perfectamente. Algo tan grave para él que no lo había contado a nadie, y ya hacía varios meses que no salía, que no hacía otra cosa mas que quedarse parado en su habitación, que no se despegaba de su silla ni para comer algunas veces.
–No ha pasado nada más . –terminó diciendo, después de haber pensado bastante en lo que había pasado y en su respuesta.
–¿Nada de nada? –inquirió.
–Nada de nada –repitió Víctor, pero sin esa entonación de pregunta inquisidora.
–No te lo crees ni tú, chaval –dijo con una sonrisa en la boca.
Emma sabía cómo leer perfectamente una expresión en cualquier cara, no se le escapaba ni una arruga cuando le interesaba hacerlo. Podía adivinar lo que sus ojos decían, y los de Víctor, en ese momento, delataban que lo que acababa de decir era completamente mentira.
–Claro que me lo creo, y tú también –dijo, y en cuanto hubo acabado de decirlo Emma notó que no era verdad.
–Y Emma se chupa el dedo, ¿a que sí? –paró un instante para mirar la puesta de sol, que ya se había desvanecido en el horizonte, así que devolvió la mirada a las estrellas, en busca de la luna. El cielo estaba totalmente despejado, e incluso las más pequeñas luces de las estrellas más remotas se veían claramente. Había luna creciente aquella noche, y Emma recordó que su abuela solía decirle que el pelo había de cortarse con esa luna para que creciese fuerte. Casi brotó de uno de sus ojos una lágrima al acordarse de ella, hacía poco que la había dejado.– Mira, no me creo ni una pizca de lo que me estás diciendo –se frotó el ojo, liberándose de la lágrima que antes no había tenido el valor de resbalarse por la mejilla y se levantó, mirando hacia Víctor, que había vuelto a juguetear con los pies.– Así que, cuando te aclares y sepas que no quieres mandar todo a tomar por culo solamente por eso, que en realidad hay algo más, y me lo quieras contar, estoy dispuesta a escucharte, hasta entonces, encantada.
–¿Y cómo quieres que te lo cuente si tú no haces por escuchar? –se levantó él también.
–¿Cómo que yo no hago por escuchar? ¿A caso no me he tragado ya mucho contando con el hecho de que no te conozco de nada?
–O sea, no digo eso, digo que… no me das ni un solo consejo, sólo te quedas ahí diciendo que lo que te cuento es poco, que no tengo razones.
–¿Y es que no es así? ¿Seguro de que no hay más?
Víctor se calló, se volvió a sentar y esta vez con la cabeza entre las manos.
–La gente se ha olvidado de mí, ¿comprendes? –dijo entre sollozos, y Emma lo notó.
Se sentó junto a él, contenta por haber conseguido lo que quería, que le dijese la verdad, mas triste por ver así a su nuevo amigo, llorando por algo que ni ella comprendía.
–Estoy segura de que eso no es así –ella tampoco debería mentir, sabía perfectamente que esta vez sí era cierto lo que le había dicho.
–No lo estés tanto –subió la cabeza y se frotó un poco los ojos, pero algunas lágrimas más brotaron y bajaron por sus mejillas hasta su mentón.
–Eh, mírame –le sonrió mientras cogía si barbilla y posicionaba su cabeza de tal modo que pudiese verle. Consiguió que él también esbozara una pequeña sonrisa aunque breve.–: Los chicos grandes no lloran –secó sus lágrimas desde los ojos hasta el mentón, siguiendo el recorrido que ellas mismas habían trazado por la cara de Víctor.
Entonces sí que lo consiguió, y esta vez su sonrisa no se desvaneció tan pronto como antes, esta vez se quedó ahí un par de segundos, y no desapareció por completo cuando volvió a mirar al suelo.
Empezó a sonar una musiquilla, y Emma tuvo que disculparse para coger el móvil, su padre la llamaba preocupado, casi furioso.
Fue cuando la luz del teléfono de Emma le iluminó la cara por completo al mirar de quién se trataba la llamada cuando Víctor se dio cuenta de cómo era de verdad. Antes sólo podía haber atisbado unos ojos oscuros, una nariz respingona y una labios que contenían la sonrisa más blanca que había visto en su vida. Su pelo, a la luz de la poca luna que había aquella noche y de las estrellas, parecía granate.
En realidad vio, con la luz de aquel móvil, que Emma tenía los ojos verdes, pero no demasiado claros, era un verde oscuro precioso; vio que Emma tenía la nariz respingona, sí, pero rodeada de pequeñas pecas, que la hacían aún más dulce, el puente perfectamente hundido hacia adentro, pensó que le quedaría genial un piercing en ella, especialmente en el lado derecho, un arito de plata, y así la imaginó; vio que Emma tenía unos labios perfectamente proporcionados y delimitados, parecían incluso pintados de rojo carmín, y que sus dientes eran tal y como los había intuido antes, blancos cual perla y alineados con total precisión; y finalmente vio que Emma tenía el pelo ondulado, flequillo hacia un lado (el izquierdo) que le pasaba justo por encima del ojo de dicho lado, tapándole la ceja –las tenía finitas, casi tan delimitadas como sus labios– por completo, y éste era de un color que no había visto nunca en el pelo de una chica: era pelirroja, sí, pero no era esa mala mezcla de castaño y rubio, era una completa mezcla de rojo y rojo. Su pelo no era naranja ni con la luz, era rojo, completamente rojo.
–Vale, ya voy –Emma colgó el móvil–. Ya has oído, tengo que irme –y puso una mueca de decepción y preocupación juntas.
–Vaya… bueno, supongo que ya te veré, ¿no? –se levantó para estar a su altura, y entonces se fijó de que no le sacaba más que cuatro o quizás seis dedos. Era alta.
–No creo, no suelo venir mucho por aquí… ¿qué te parece: mañana aquí a las mmm –se lo pensó durante unos segundos– ocho?
–Perfecto, pero justo aquí, si no te veo quizás me enfade –bromeó.
–Tira a casa, “Tor” –volvieron a echar a reír–, tu padre estará igual de preocupado que lo estaba el mío. ¡Hasta mañana!
Salió corriendo, mas ella no huía de él ni de nadie, simplemente intentaba ser puntual para poder volver allí al día siguiente.
Él tardó más en volver a casa, lo hizo cuando, ya no viendo a Emma en el horizonte, se hartó de esperar allí sin una chaqueta, se estaba muriendo de frío.
Tardó un par de minutos en llegar, no estaba muy lejos, y en cuanto lo hizo subió a su habitación sin pensárselo dos veces. Sin responder a ninguna voz.

Trying to escape you can learn lots of things. You can also fall in love (I)

Corría. Corría tanto que le faltaba el aliento de tal forma que tuvo que parar de inmediato, a los pocos minutos de empezar.
Intentaba huir de todo, incluso de aquello por lo que había vuelto.
Estaba completamente fatigado, así que se sentó encima de lo primero que pilló a mano: la raíz de un árbol que sobresalía. Tendría más o menos un metro de ancho.
–¿Qué haces aquí solo? –le dijo alguien que ni conocía mientras se sentaba a su lado. Su voz era dulce, se notaba la buena intención.
Leave me alone –pronunció el en perfecto inglés, intentando huir también de una conversación con un extraño. Bueno, más bien esta era una extraña.
Hacía días que no tenía una de las realmente interesantes que solía tener con cualquier persona. Era ya casi completamente de noche, las estrellas asomaban ya aunque enfrente suyo los colores rojos se mezclaban con los azules, volviendo el horizonte casi perfectamente violeta.
–Mira, sé lo que sientes, y también sé que no tienes para nada pinta de inglés –dedujo en voz alta, y subió la vista hasta sus ojos. Ella sabía perfectamente lo que estaba haciendo, y los verdes ojos de aquel chaval al que ni conocía lo confirmaban.
–No, no sabes nada –y, solo para llevar la contraria, bajó los ojos hasta el suelo y empezó a mover los talones, chocándolos suavemente entre ellos y balanceándolos hacia los otros lados.– Vete, por favor.
“Vete, por favor”, volvió a sonar en su cabeza, y también en la de ella.
Emma hizo caso, se levantó de aquel tronco y empezó a andar titubeante, mirando hacia atrás a cada paso que daba. Pero él seguía inmerso en sus pies, en hacer caso a cualquier cosa menos a ella, en no dejar de mirar esa flexible ramita que salía del suelo.
Ella, por otra parte, dejó de volver la cabeza, y se concentró en el sonido que sus nuevas zapatillas hacían en la hojarasca. Era otoño y ya todas las hojas habían caído de los árboles de aquel bosque, estaban secas y esto producía un bello sonido a los oídos de Emma, que se divertía oyendo “chak chak” cada vez que daba dos pasos.
Víctor pensó que ella ya estaba lo suficientemente lejos como para que le oyera, pero aún así no subió demasiado la voz para decirle lo que pensaba.
–Siento haber sido tan grosero contigo. Ven, siéntate, si aún te apetece.
Emma se dio la vuelta, nada decidida, y se acercó hasta estar a cuatro grandes pasos de él.
–¿Qué? –susurró, tan bajo que apenas él pudo oírle.
–¿Qué? –repitió él, al no haber entendido lo que Emma acababa de decir.
–He dicho que qué.
–¿Que qué qué?
–Que qué.
–¿Qué? –dijo él, y tras esto los dos comenzaron a reír a carcajadas.
–Dejémoslo. Soy Emma, y tú eres…
–Tor. Todo el mundo me llama Tor, pero en realidad soy Víctor.
–Pues a mí me gusta más tu nombre completo, no pienso llamarte “Thor”, o “Tor”, o como–se–diga.
–Adelante, para ti seré como para mis padres, Víctor.
–Y, ¿qué te pasaba hace un minuto, Víctor?
Le contó cómo había llegado hasta allí, por qué había dejado la mesa en la que toda su familia estaba cenando y qué le pasaba exactamente. Le dijo que estaba completamente harto de todo, que tenía ganas de irse de allí, de tener dieciocho años y de poder conducir su propio coche, de poder viajar a Londres, a Nueva York y a Singapur él solo todo lo que quisiese.
También le contó que no podía soportar más a sus dos hermanas, a su padre y a su madre, que no iba a aguantar otros dos años con ellos, que necesitaba echar a  volar, pero que su padre no le quería dejar abandonar el nido.
–Bonita metáfora para referirte a que los quieres perder de vista.
–No estoy diciendo eso, Emily…
–Emma, me llamo Emma –le interrumpió, un tanto enfadada.
–Eso, perdona. Soy muy malo con los nombres –mentía, se le daban genial, y él mismo sabía, cuando le había llamado Emily, que ese no era su nombre, que era Emma. Pero siempre lo hacía, con todo el mundo, para saber si le interrumpían, para comprobar que le escuchaban y que le estaban prestando atención, para saber si se enfadaban cuando le llamaban por otro nombre que no fuera el suyo.
–No me lo creo. Me has estado llamando Emma todo el rato, y de repente me llamas Emily… Algo no me cuadra, a no ser que te hayas puesto a pensar en otras cosas.
–Pero qué lista eres. Nada, déjalo, siempre lo hago.
–Venga, “Tor” –rió un poco al llamarle así–, ¿por qué dices que no es que los quieres perder de vista? Ambos sabemos, bueno, por lo menos yo, que eso es lo que de verdad quieres, dejar de verlos una temporada, anhelarlos durante un par de días para volver con ganas a sus brazos. Alguien no deja a su familia así como así, y más viniendo de Inglaterra, de haber pasado un mes de verano perfecto allí. Algo más habrá pasado para que quieras salir de esta ciudad.
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