miércoles, 30 de marzo de 2011

Farewell (I)


-Para –dijo.
-¿Qué pasa? –él le miró con cara de extrañado, apartándose lentamente de sus labios dejándole hablar, y viendo que pasados varios segundos ella seguía sin abrir la boca, tomó él la iniciativa, las preguntas– ¿Qué te pasa, cariño? ¿Hay algo malo en esto?
-No lo sé, quizás no es esto lo que quiero –dijo ella, sabiendo de sobra que estaba haciendo lo que a él más le molestaba: mentir.
-¿Cómo que “no es esto lo que quieres”? ¿Hablas de darnos un tiempo o algo por el estilo? –ambos seguían serios, él apartándose cada vez más de su cara y ella con menos fuerzas para contener las lágrimas.
-No es eso…
-Sí –empezó a enfadarse–. Sí es eso lo que quieres, lo acabas de decir, Lú –le llamaba así porque le quería, porque estaba furioso y porque más chulo que él no era nadie, y a ella no le quedó otra que echarse a llorar, que meter la cabeza entre las manos y consolarse a sí misma, sabiendo que él no lo iba a hacer ni de coña.
-Las despedidas nunca fueron lo mío… –susurró, y fue tan flojo que ni se oyó a sí misma.
-Deja claro lo que quieres, Luna –ya no estaba furioso, sólo quería saber lo que ella quería de verdad, tener perfectamente descrito todo.
-¿Te dejo las cosas claras? –dijo aún llorando– Vete, no quiero saber de ti, porque no te quiero –y enfatizó el “te quiero” en lugar del “no”.
-De acuerdo –dijo tras unos segundos, le dio un beso en la mejilla–, que te vaya todo bien.
  Se fue sin dar un portazo, porque eso no había sido una riña. Simplemente cerró suavemente la puerta de su habitación y salió por la puerta hasta la calle, encendiendo su iPod y poniendo la música a tope, para no pensar, para no oír ni el ruido de la calle. Se dejó llevar por la música.
  Suelen decir que los chicos no lloran, pero no es verdad; él lo hizo. En su portal ya la echaba de menos.
-No me entiendes, no voy a estar aquí dentro de unos meses –chilló por la ventana, pensando que él la oía, sin darse cuenta de que andaba al compás de la música que oía.

viernes, 25 de marzo de 2011

Cry.

  Todos necesitamos desahogarnos con alguien o solos, durante horas o incluso días, en una habitación cerrada o en el campo. Pero todos lo necesitamos, es un derecho.
  A veces te da la vena, y en cualquier momento, por muy feliz que estés, te da por llorar, por mirar el lado negativo de todo y por creer que no tienes a nadie. La gente, en general, no lo ve algo factible. ¿Por qué no? Llorar no es malo, si lo fuese, al hacerlo nos dolería, nos heriría más o cualquier chorrada de esas. Si lo fuese no lo haríamos tan a menudo, una vez al mes mínima aunque todo vaya sobre ruedas. Porque días malos tenemos todos, y alguien que los empeore también. Pero yo sigo sin entender por qué el llorar se ve como algo depresivo, triste y solitario.
  Obviamente no se hacen quedadas para llorar, pero surgen. Despedidas, por ejemplo, ya sean eternas o temporales. Y en esos casos son en los que se lo cuentas todo a quien seas, y a partir de ahí, la confianza que se coge con esa persona es algo indescriptible. Claro está que a ésa puedes importarle más bien poco y te puede mandar a tomar viento fresco, pero no suele pasar mucho, ¡menos mal!
  Otras veces no te da la vena por llorar, te da la vena por sonreír, por ver todo del color que en realidad es. Porque bien sabes que tu vida no es gris, ni negra, ni blanca. Sabes que tiene un arco iris con infinidad de colores, y que cada uno sabe de una forma. Pero que hay con personas con las que te sabe mejor el mismo color.

domingo, 20 de marzo de 2011

Crossing the river (II)

  Corrió las cortinas para dejar que el sol inundase por completo y bañara cálidamente la habitación. Se extrañó al abrir el armario y ver ropa colgada, pero los juguetes que había ahí dentro le provocaron una sonrisa de oreja a oreja, y lo único que se le pasó por la cabeza fue sacarlos y ponerse a jugar en la alfombra color pistacho que había en el suelo.
  Pasaron las horas, pero Celeste no se daba cuenta de que el reloj de la habitación se había parado hacía ya tiempo, ni de que su madre estaba fuera llamándola, ni de que la luz que tenía la habitación no era natural, sino fluorescentes artificiales que colgaban del techo. La niña siguió jugando y jugando sola, aunque se sintiera acompañada por esos juguetes. Su madre, preocupada, llamó a la policía, y la estuvieron buscando toda la noche. Ella, mientras tanto, dormía en la cama de aquella habitación, sin oír las sirenas de los coches que había al otro lado del río, junto a su verdadera casa. Por la mañana la despertó un niño de dos años más que ella.
-¿Qué haces aquí? ¿Es que no tienes casa?
  Celeste se levantó aturdida de la cama, preguntándose dónde estaba y qué había pasado.
-Yo... Me llamo Celeste -dijo la niña-. Soy tu vecina, aunque nunca había cruzado el río y no sabía que aquí viviese alguien. ¿Por qué no juegas nunca con nosotros? ¿Es que no te dejan salir de casa tus padres?
  El chico se quedó callado al oír lo que le había dicho la niña.
-Yo sólo puedo relacionarme con los que vienen a esta casa. Me llamo Carlos.
  Ambos miraron a los juguetes y se pusieron a inventar historias juntos. Se volvió a hacer de noche. A la niña no le parecía raro estar un día entero sin pasar por su casa o sin comer, pero su madre estaba que se subía por las paredes, y la policía ya había rastreado los alrededores. Cuando Carlos y Celeste fueron a acostarse, Carlos le dijo algo.
-No puedo hacerte esto, Celeste. Tú tienes unos padres que te quieren y se preocupan por ti. Sólo te pido que no le cuentes esto a nadie, porque no te creerán. Yo no vivo aquí, y tú tienes que irte antes de que se haga completamente de noche y no puedas volver a cruzar el río más. Adiós.
  Celeste no sabía de lo que hablaba, pero como ella era la pequeña le hizo caso y salió por la puerta, cruzando de nuevo la hierba alta y pasando por el puente.
  Resbaló, pero no llegó a caerse al agua porque Carlos la cogió por las manos. En cuanto Celeste hubo subido al puente de madera de nuevo, y se hubo levantado, fue a darse la vuelta para darle las gracias, y cuando lo hizo, el niño ya no estaba. Había desaparecido.

martes, 15 de marzo de 2011

Crossing the river (I)

  Celeste seguía una mariposa que libre revoloteaba por el jardín de su casa, cuando de repente vio que cruzaba el río y se adentraba en la finca de los de enfrente, allí donde nunca se atrevía a pisar porque ellos no vivían. Habían abandonado esa casa hacía ya años, y no tenía nada de especial, salvo que nadie hablaba de los antiguos inquilinos, no sabían nada de ellos, ni siquiera si se murieron o la razón de su desaparición era otra.
  Se planteó entonces el cruzar por el puente que había un par metros a su derecha, le picaba la curiosidad de lo que hubiera en esa casa, y la mariposa era una buena escusa para distraerla y no hacerle perder la cabeza por el miedo. Cruzó y siguió al delicado y precioso insecto, dándose cuenta segundos más tarde de que acababa de pasar por la puerta del jardín, de que estaba en éste y de que la hierba le llegaba por las rodillas.
  Celeste aún era pequeña cuando llegó por primera vez a aquel punto, pero aunque volviera a casa, este proceso se repetía diariamente, todas las tardes iba a la casa vecina, y se quedaba de pie, oliendo a aire fresco mientras observaba cómo el sol se hundía entre las colinas de después del valle. Recogía un diente de león todos los días, aunque cada vez era más difícil encontrar uno, lo ponía frente a su cara, cerraba los ojos con fuerza y soplaba pensando en un deseo que quería ver realidad. Normalmente era uno diferente, pero había veces que se repetía el mismo, exactamente con las mismas palabras pensadas, la misma idea con los mismos detalles.
  Un día, Celeste se planteó el entrar o no a la casa, dentro para ver cómo era y qué había. Se creía que los fantasmas la habrían ocupado, que estaría encantada y los muebles rotos y llenos de polvo. Ese día entró, y el miedo se le fue inmediatamente del cuerpo. Encontró muebles viejos, sí, pero ni rotos ni mal cuidados. Tenían varias capas de polvo encima, pero la casa estaría intacta de no ser por éstas. Subió las escaleras, pasando de vez en cuando la mano por el cristal de los cuadros en la pared y observándolos, mirando las fotos de los que supuso que serían los antiguos vecinos que vivían en la casa. Llegó a una habitación.
  Era una habitación distinta, no tenía polvo ni el ambiente estaba cargado de colores tenues. Las paredes parecían recién pintadas, la cama recién hecha, la mesa recién ordenada… Todo parecía nuevo, habitado, vivo. Y aunque las cortinas estaban corridas, la luz traspasaba la ventana, y los verdes pistacho y marrones de la sala se veían perfectamente. Eran, a pesar de su nombre, sus colores favoritos.

lunes, 14 de marzo de 2011

Raining cats and dogs.

  Ella, sentada en la parte superior de un banco marrón, en un parque de una ciudad no conocida, se miraba las zapatillas y jugaba con la palestina del chico que tenía delante.
  Él, enfrente de ella, alternando la mirada entre su boca y sus ojos, permanecía de pie esperando alguna palabra.
  Ella le miraba, le suplicaba un beso y sucedía. Él se acomodaba a sus labios, y le cogía por detrás de la cabeza mientras jugaba con su pelo.
  Ella le volvía a pedir otro beso, y así podían los dos pasar la tarde. Sentados en un banco, sin nada que decir pero mucho que contar. Él cogió su mano y la llevó hasta su casa, parándose antes en uno de los soportales que había delante de otro portal.
-¿Te gusta mojarte? –dijo, mirando al cielo que empezaba a precipitar pequeñas gotas de lluvia.
-Pues no demasiado, aunque todo depende del momento, de con quién lo compartas y del porqué –le contestó la chica, dejándose llevar por los brazos de él, que rodeaban su cintura y la exponían al agua que caía del cielo. Rió–. Esta es la típica escena de película romántica en la que…
  Y él presionó sus labios contra los de ella, sellándolos, callándola, provocando un momento mágico e irrepetible.
  “Me estoy mojando”, pensaron los dos, pero sabían que preferían mojarse mientras se besaban antes que apartarse y salir por patas hasta topar con un techo donde cobijarse. Llegó el momento de despedirse, y con otro de sus múltiples besos sellaron un “nos vemos”, seguido de varios “te quiero” que salían de ambas bocas.
  Llegaron los dos a sus respectivas casas, y pensaron que qué pena era el secarse y el no estar mojados bajo la lluvia.

domingo, 13 de marzo de 2011

Goodbye.

  A nadie nos gustan las despedidas, ¿verdad?
  Siempre las consideramos horribles, cargadas de sentimientos negativos y con una cara triste. ¿Por qué? Porque nos gusta tener a esas personas cerca, porque echar de menos nunca nos ha parecido algo bonito.
  Hay gente a la que aprecias, y si está lejos o te es difícil verla, todo se vuelve de un color grisáceo cuando se van, o cuando te vas. Pero siempre te queda ese regustillo dulce en la boca de haber pasado tantos momentos con ellos, aunque sepas que quizás no los vuelvas a ver en seis meses, aunque siempre puedes rezar por que todo salga bien y porque los veas antes de lo esperado. Y en realidad, es ese regustillo el que te hace sonreír un día después, aunque con cara de nostalgia, recordarlo todo en un momento y reírte por ese chiste que te contaron, o por ese comentario que hizo. O, mejor aún, por ese golpe que se llevó cuando dijo algo inapropiado o simplemente porque te apetecía pegarle.
  Y, al fin y al cabo, sabes que lo vas a echar de menos, pero no por eso hay que estar triste, no por eso hay que quebrarse la cabeza. Hay que darle tiempo al tiempo, espérate a cumplir los diecisiete, o a irte a dormir a casa de tu mejor amiga, o a que pase un año de cuando conociste a alguien importante.

Siempre quedará mirar todo por el lado positivo y pensar:
"Me estoy engañando porque no es una despedida normal, no es un adiós.
Es un simple hasta luego"

miércoles, 9 de marzo de 2011

Bookmarks (V)

  Volvió a sonar, así que me levanté a abrir, acordándome de que Marta había salido, y con ella su costumbre a abalanzarse sobre la puerta y ser la primera en saber quién venía. Era él. Quería abrir pero no me atrevía a hacerlo. Finalmente, tras pensarlo detenidamente, cogí el telefonillo y pregunté.
-¿Quién? –no obtuve respuesta, pero veía por la pantalla que Mario seguía ahí, parado, sonriendo– No queremos publicidad, gracias.
-¡Elena! –gritó– Soy yo, ábreme que te suba el marca páginas –dijo, casi riendo al soltar las últimas palabras. Obedecí. Simplemente abrí la puerta sin el previo aviso de “sube” que Marta solía hacer con todo el mundo, salvo con esos a los que les decía “ya bajo”. En menos de tres segundos ya estaba arriba. “Imposible”, pensé, pero más tarde me di cuenta de que no eran tres segundos reales, que habían sido más, aunque no para mí.
  Ding-dong, sonó la puerta, y mis nervios saltaron de repente, dejándome una voz temblorosa y tartamuda, acompañando a unas manos sudadas con las que no hacía más que tocarme el pelo. Abrí con una sonrisa de oreja a oreja, y dije la única gracia que se me pasó por la cabeza en aquel momento, para calmarme un poquito a mí misma.
-Ya he dicho que publicidad no, muchas gracias –e hice ademán de cerrar la puerta, pero volví a abrirla de par en par, con un gesto propio de “pasa, pasa”. Le ofrecí un café, sin pensar en el que ya habíamos tomado.
-No, gracias, vengo de tomarme uno en el Starbucks de aquí abajo con una chica olvidadiza –volvió a sonreír, y eso me ponía aún más nerviosa, porque me parecía tan perfecto cuando lo hacía…
  Pasamos al salón y le dije que se sentara, mientras iba a la cocina a por un vaso de agua y un par de galletas por si cambiaba de opinión y le apetecía tomar aunque fuese sólo una. Cuando volví me lo encontré sentado en el sofá, concretamente en mi sitio. Si las miradas matasen, Mario hubiese tenido entonces un bonito funeral propio de una persona de veinticinco años, y como notó esa mirada, se apartó un poco y me senté a su lado, en el sitio de Marta.
  No me consideraba una persona maniática, pero había cosas que tenían que mantener un orden ya impuesto anteriormente, y otras (pocas, muy pocas), que a veces se escapaban, como mi armario en épocas de crisis vestimentarias.
  Aprendí mucho de Mario esa tarde. Pasamos de ser completos desconocidos a tener una fuerte relación de amistad en pocas horas. Incluso se quedó a cenar en mi casa, y a las once y media, cuando ya me había dado dos besos y esperaba impaciente el ascensor, le hice volver a mi puerta.
-Oye que… puedes quedártelo –dije, poniendo mi marca páginas en sus manos–. Así tenemos escusa para volver a quedar.
  Y se lanzó. Noté cómo sus cálidos labios se fundían con los míos, y finalmente se despedían con un doloroso “hasta luego”.

-Sí, la verdad es que está preciosa –dije mirando sus verdes ojos, sonriendo.
Y, si te lo preguntas, lo veo siempre que lee en mi cama, pero no, no he recuperado (ni quiero) ese marca páginas, porque sé que esto no va a terminar nunca.

martes, 8 de marzo de 2011

Bookmarks (IV)

  Entonces, recuerdo que me planteé entrar o no varias veces, y decidí no hacerlo, darme media vuelta y seguir andando. Mi móvil empezó a sonar, y tardé en encontrarlo dentro del enorme bolso que llevaba esa tarde.
-¿Sí? –lo cogí, sin mirar la pantalla como siempre hacía cuando ya había sonado demasiado y no sabía si el que me llamaba esperaría o colgaría sin más. No oí nada, así que aparté el móvil de mi oreja y miré el número. Era Mario. Se me pusieron los pelos de punta. Pensé en que había vuelto a ser una maleducada, así que, cabizbaja, me di media vuelta hacia el Starbucks decidida a entrar cuando llegase, pero, mientras miraba al suelo, me topé con alguien a quien no conocía pero su cara me resultaba bastante familiar.
-Encantado –me dijo, mientras colgaba el móvil en el que aparecía mi nombre y lo guardaba en uno de los bolsillos de su pantalón–. He visto que no entrabas, que estabas indecisa, pero sé que quieres tu marca páginas, ¿no? –yo estaba aún asimilándolo todo, todavía llevaba las gafas de sol y ni si quiera así me atrevía a mirarle directamente a la cara, por lo que deambulaba entre la plaza llena de gente y palomas cuando no estaba mirando sus pintas. Vestía bien, llevaba vaqueros, zapatos bastante monos y una camiseta blanca de manga corta de un grupo de música que no conocía. Era moreno de piel, con el pelo un poco rizado, ojos claros, pero no azules, y medía más o menos igual que yo con tacones.
-Em… sí, gracias –sonreí–. Dos besos, ¿no? –y me acerqué para dárselos, pero no se movió, por lo que la situación se volvió más embarazosa de lo que ya era para mí, así que me aparté y lo vi parpadear– ¿Pasa algo? –puse una cara seria.
-No, lo siento, estaba embobado en mis cosas y… sí, dos besos –sonrió y se acercó, dándome dos besos, uno en cada mejilla–. ¿Pasamos? –dijo aún con la sonrisa en la cara, señalando a la cafetería.
  Asentí sin decir ni una palabra, y le seguí hasta una mesa rodeada de sofás, donde estuvimos charlando durante más de dos horas. Cuando vi el reloj, me disculpé, le di dos besos y las gracias, y me marché por la puerta. Llegué a casa, me quité los tacones y me tumbé, otra vez, en el sofá, descansando un poco. Marta había salido, y me había dejado una nota diciendo que no vendría hasta el domingo por la tarde, que se iba a casa de su novio o no sé qué. No le presté mucha importancia, ya me lo contaría detalladamente cuando volviese. Y cuando estaba a punto de encender la tele y poner la MTV, sonó otra vez mi móvil.
-Elena, ¿en qué piso vives? –era Mario.
-En el segundo derecha, ¿por qué lo dices? –le acababa de dar mi piso a un completo desconocido, pero no sabía el portal, por lo que me quedé más tranquila al ver que no podía subir a casa y que no la había cagado del todo. Me colgó, y sonó el telefonillo.

lunes, 7 de marzo de 2011

Bookmarks (III)

-Ah, ¿Elena? Encantado, soy Mario. ¿Qué te parece si quedamos a las cinco y media en el Starbucks?
-¿En cuál? Podría buscarte en todos los de la ciudad, pero tanto tiempo no tengo, chico.
-En el que está justo al lado de tu casa –dijo, y noté que se rió un poco.
-Vale, como quieras. Aunque… espera, ¿tú cómo sabes dónde vivo?
-En realidad no lo sé, Elena, pero sé que te has bajado en una parada bastante central del metro y, esperando que no hayas hecho trasbordo, ahí podría ser donde vives, porque venías leyendo, cansada del trabajo y no mirabas al frente a pesar de estar leyendo un libro, por lo que ese camino lo has hecho más de una vez –me quedé petrificada al oír su maravillosa descripción de aquella mañana, al ver lo observador que era–. Por cierto, ¿ese libro? Precioso, aunque a mí me vaya más la prosa.
-¿Y tú cómo sabes qué libro era? Tengo todos forrados en papel blanco para que no se me estropeen, era imposible que vieses la portada.
-Ya, pero un libro que he leído más de diez veces es difícil de olvidar, y leyendo tan solo un verso puedo decir que se trata de ese mismo. Y ahora, te dejo, que tengo que coger el metro para ir a devolverte el marca páginas. Ya nos vemos a las cinco y media. ¡Hasta luego! –dijo y colgó, al ver que no le contestaba. Y si no le contestaba era por una razón más que obvia, estaba absorta por todo lo que me acababa de decir, y me quedé así unos minutos.
-¿Y bien, qué ha pasado tan emocionante que te has quedado con esa cara de idiota? –me preguntó Marta poniendo los ojos en blanco cuando pasó por delante de mí, como viéndose implicada en el caso u obligada a escucharme y enterarse.
  Marta, para aquel momento, era una de mis mejores amigas, lo habíamos sido casi desde que alquilamos el piso juntas y nos conocimos. Ella siempre me contaba todo, y yo tres cuartos de lo mismo; nunca nos callábamos nada, no podíamos.
-Nada, me voy, así que más me vale arreglarme un poco, que llevo unas pintas… –fui a mi habitación y revolví el armario sin encontrar nada que ponerme, porque no podía ser ni muy formal o elegante ni algo pasota como un chándal. Tenía que ser algo corriente pero sofisticado, con clase y personalidad. Así que, pensando en “personalidad”, fui al armario de Marta y saqué una camiseta que sabía que me iba a prestar, y me la puse con unos vaqueros pitillo oscuros y, tras pensar en la estatura del chico del metro, me calcé los tacones que más me gustaban.
  Salí de casa a las cinco, y tras pensar que iba a llegar demasiado pronto, volví a subir y me aseguré de coger mi bolso, cosa que antes no había hecho. Marta se sobresaltó, pero no le hice mucho caso y le di una vez más las gracias por la camiseta, a lo que respondió con una sonrisa y una frase de las que siempre usaba, como “si ya sé que te encanta mi ropa, ya nos iremos de tiendas un día tú y yo por ahí”. Y, aunque ya nos habíamos ido varias veces juntas antes de tiendas, nunca había encontrado algo que me gustase, pero es que antes mis gustos eran un poco horteras, y Marta siempre acababa metiéndose con ellos.
  Me tomé una tila para tranquilizarme un poco, estaba nerviosísima. Y, cuando me paré a mirar el reloj, vi que eran y veinticinco, que no llegaba ni corriendo, así que cogí el abrigo, me colgué el bolso, y salí pitando a la plaza, a la que llegué diez minutos más tarde. Llegué al Starbucks pero no tenía agallas para entrar, así que me quedé petrificada, una vez más, delante de la puerta, como una completa idiota.

domingo, 6 de marzo de 2011

Bookmarks (II)

  Estuve como diez minutos mirando el papel, pensando en si debía llamarle o no, y luego gasté otros cinco minutos en pensar por qué me había puesto tan tonta discutiendo conmigo misma si le llamaba o no lo hacía. Oí cómo se abría la puerta del piso, distrayéndome de mis pensamientos. Era Marta, mi compañera de piso. Alta, morena, delgada, pelo liso y guapa. Trabajaba como bióloga en el zoo, y siempre que llegaba a casa lo primero que hacía era ir corriendo a la cocina, abrir la nevera, pegarse un empacho a agua y quejarse de que no era un puesto de trabajo en un zoo lo que ella había deseado de pequeña, que eso no era en lo que pensó cuando eligió biología.
  Pero lo que hizo ese día fue diferente. Al verme en frente de la nota se alertó.
-¿Me han llamado otra vez a tu número? –y como no me di cuenta de lo que había dicho porque estaba empanada en mis cosas, cogió su móvil y marcó el teléfono que anteriormente yo había anotado en el papel y pegado con un imán del restaurante favorito de Marta en el frigorífico. No me di cuenta de lo que mi compañera de piso estaba haciendo hasta que oí la conversación que estaba teniendo por el móvil.
-Hola, has llamado hoy al móvil de mi compañera preguntando por mí. Soy Marta, ¿quién es usted y qué quería? –paró un momento, esperando la respuesta, y aproveché para explicarle un poco lo que pasaba, muy por encima.
-Esa nota no era para ti, Marta. Es mía de un chico del metro que tiene mi…
-Calla –muy bióloga y alta y guapa y todo lo que tu quisieras, pero de egoísta tenía más que de cualquier otra faceta–, que estoy hablando –dejó de dirigirse hacia mí, y puso una cara de decepción–. Ah, sí. Comprendo… vale, vale. Venga, adiós –y cerró el móvil con mala leche, dejándolo encima de la mesa con más ira todavía.
  Fue taconeando hasta el salón, enchufó la tele, me miró, se dejó caer de mala manera en el sofá y abrió la boca para gritarme. Pero no escuché ni una sola palabra porque no las dijo. Se limitó a escuchar su programa favorito, ese que echaban siempre a las cuatro de la tarde. En los anuncios le expliqué lo que había pasado, me entendió y me dijo que nunca más pusiera una nota con el imán de su restaurante preferido, que podía haber confusiones.
-¿Entonces qué? –me quedé pensando en qué podía significar esa pregunta, en qué contexto la estaba usando– ¿No vas a llamarle?
  Salí casi corriendo del salón, fui a por mi móvil y llamé al chico, del cual no sabía todavía ni el nombre, y él el mío sí. ¿Cómo iba a contestar? Piiii. Tenía unos nervios enormes, pensando en cómo podía llamarse, en cuántos años tendría, piiii, en si tendría piso propio o no (luego me di cuenta de que si su compañero me había cogido antes el teléfono, sería porque estaría compartiendo uno), piiii, en si la colonia que llevaba en el metro la llevaría siemp…
-¿Sí? –contestó, y yo me quedé varios segundos con los ojos como platos, sin creerme aquello en silencio– ¿Diga? –volvió a preguntar.
-Sí, hola. Soy yo, la chica del metro. La del marca páginas. He pensado que he sido muy borde, me gustaría recuperarlo… –y en ese momento me cruzó la cara la primera de las sonrisas que sabía que haría por él.

sábado, 5 de marzo de 2011

Bookmarks (I)

-Qué bonita está la luna esta noche, ¿no crees? –dijo mientras rodeaba mi cintura y me propinaba un beso no exigido en la mejilla, sonreía esperando una respuesta monosílaba y volvía a mirar aquel astro que radiaba luz de una forma conformista, aun sin haberla conseguido todavía.

Hacía poco que nos conocíamos, y aún así, habíamos llegado a ser más que amigos. Apenas recordaba cómo fue nuestro primer encuentro…

-¿Está ocupado? –dijo con una sonrisa de oreja a oreja, señalando el asiento contiguo al mío. Yo simplemente ladeé la cabeza, haciendo obviar un “no” por respuesta. Seguidamente, se sentó a mi lado, pasó el brazo por encima de mi regazo para coger el periódico y se disculpó con un “lo siento” y una cara vergonzosa. Supuse que sería por haber invadido mi espacio. No contesté, estaba absorta leyendo el libro de poesía que tenía en las manos. Lo habría leído ya como cinco veces, pero esas palabras con las que el autor expresaba sus sentimientos hacia su amada, ese amor no correspondido y esas ganas sobrehumanas de besarla a pesar de las consecuencias me hechizaban, y no importaba cuántas veces antes las hubiera leído, siempre provocaban en mí sensaciones distintas aunque parecidas a las anteriores.

Recuerdo que solía, por esa época, señalar los libros con un marca páginas hecho por mí misma, con dibujos que nada decían y con mi nombre y teléfono abajo, en una orilla, por si el libro llegaba a manos honradas tras su pérdida y me lo devolvían después.

Inmersa en mis rimas, a la par que leía me bajé del metro, y mientras subía las escaleras sentía como que algo me faltaba, pero no le di la más mínima importancia al ver que llevaba el bolso colgado, con la cartera, el móvil y las llaves de casa dentro.

Llegué a casa en dos minutos, estaba justo encima de la boca del metro, y dejé el libro sobre la mesa del hall, boca abajo y abierto por la página por donde estaba leyendo. Era la hora de comer, así que me puse manos a la obra y cociné unos pocos espaguetis con tomate, que me comí en un plis-plas del hambre que tenía. Puse la tele, vi un poco los informativos para enterarme de lo que pasaba por el mundo, y retomé mi libro con ganas tumbada en aquel estrecho sofá.

Me quedé dormida del cansancio que traía del trabajo hasta que alguien llamó a mi teléfono.

-¿Sí? –dije mientras lo cogía, con una voz adormilada y casi llena de furia.

-Hola, soy el chico del metro, te has dejado tu marca páginas, y como he visto que tenía el nombre y el teléfono supuse que era importante para ti.

-No, no tiene valor sentimental para mí, pero muchas gracias –colgué, justo después de oír un sordo suspiro procedente de la otra línea de teléfono.

Recuerdo que en ese instante no me preocupé por nada, simplemente volví al sofá, y como no podía dormirme, retomé mis rimas con entusiasmo. Pero mientras iba leyendo, me preguntaba por qué había sido tan borde con aquel chico, por qué no había sido más agradecida, así que, quince minutos después de planteármelo seriamente, cogí el móvil y llamé al número.

-¿Diga? –contestó, con voz desconfiada. No se parecía en nada a la voz contenta que tenía antes, en la antigua llamada.

-Hola, mira, soy yo, la de antes del marca páginas con dibujitos –estaba tensa, así que cogí aire y me calmé un poquito–. He sido una grosera, lo siento por lo de antes. ¿Podríamos quedar para tomar algo y me lo devuelves?

-Esto… No sería ningún problema para mí, pero es que yo no soy “ese chico que te ha llamado antes” –la cara que se me quedó en ese momento fue un auténtico show, siempre me arrepentiré de no haberla fotografiado–. Pero si quieres, puedo darte su número, acaba de salir a comer algo, así que con suerte podrías pillarlo por ahí, seguramente se haya llevado un libro para leer con tu importante marca páginas –rió, y yo con él.

-Vale, sí, de acuerdo. Dame su número.

Me dio su teléfono y lo anoté en un papel, y lo pegué con un imán en el frigorífico.

viernes, 4 de marzo de 2011

Circus

Hace tiempo (bastante tiempo), cuando era pequeña, mi tío me llevó al circo. Era muchas carpas, y una central enorme, colocadas en un descampado gigante para que cupiese todo. Llevaban animales de todas las partes del mundo, de todos los rincones del planeta. Mi tío me dijo que hasta había un marciano, pero yo no le creí, porque esbozó esa sonrisa que siempre hacía cuando decía una mentirijilla.
-¡Damas y caballeros, pasen y vean las maravillas que en este circo se acumulan! -decía un señor raramente trajeado en la puerta de la carpa principal, justo al lado de la taquilla de las entradas.
-¿Quieres ir tú a comprar las entradas, pequeña? -me dijo mi tío- Yo te espero aquí -y me guiñó un ojo de esa forma que siempre hacía cuando quería conseguir que su sobrina favorita, como él decía, hiciese algo por él.
-Por supuesto -dije con la más grande de mis sonrisas, cogí el dinero que me tendía con la mano derecha y fui trotando hasta la taquilla, pidiéndole al señor dos entradas y una bolsa de palomitas dulces. Lo pagué y volví a trotar hasta mi tío, que me esperaba con los brazos abiertos para cogerme en volandas y sujetarme en su cintura.
Pasamos al circo, y la verdad es que de ahí dentro no recuerdo nada, mas que mirar a mi tío de vez en cuanto y abrazarle y apretarle el brazo izquierdo, sonriendo forzosamente pero no falsa mientras lo hacía, como acto de agradecimiento por aquellas entradas.
Y es curioso que, a veces, recordemos momentos vacíos con personas importantes. Es curioso que no nos acordemos de lo que hemos hecho, pero sí de con quién hemos compartido ese momento.
Se ve que, lo que al final cuenta, no es lo que hagas, sino con quién.
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