lunes, 7 de marzo de 2011

Bookmarks (III)

-Ah, ¿Elena? Encantado, soy Mario. ¿Qué te parece si quedamos a las cinco y media en el Starbucks?
-¿En cuál? Podría buscarte en todos los de la ciudad, pero tanto tiempo no tengo, chico.
-En el que está justo al lado de tu casa –dijo, y noté que se rió un poco.
-Vale, como quieras. Aunque… espera, ¿tú cómo sabes dónde vivo?
-En realidad no lo sé, Elena, pero sé que te has bajado en una parada bastante central del metro y, esperando que no hayas hecho trasbordo, ahí podría ser donde vives, porque venías leyendo, cansada del trabajo y no mirabas al frente a pesar de estar leyendo un libro, por lo que ese camino lo has hecho más de una vez –me quedé petrificada al oír su maravillosa descripción de aquella mañana, al ver lo observador que era–. Por cierto, ¿ese libro? Precioso, aunque a mí me vaya más la prosa.
-¿Y tú cómo sabes qué libro era? Tengo todos forrados en papel blanco para que no se me estropeen, era imposible que vieses la portada.
-Ya, pero un libro que he leído más de diez veces es difícil de olvidar, y leyendo tan solo un verso puedo decir que se trata de ese mismo. Y ahora, te dejo, que tengo que coger el metro para ir a devolverte el marca páginas. Ya nos vemos a las cinco y media. ¡Hasta luego! –dijo y colgó, al ver que no le contestaba. Y si no le contestaba era por una razón más que obvia, estaba absorta por todo lo que me acababa de decir, y me quedé así unos minutos.
-¿Y bien, qué ha pasado tan emocionante que te has quedado con esa cara de idiota? –me preguntó Marta poniendo los ojos en blanco cuando pasó por delante de mí, como viéndose implicada en el caso u obligada a escucharme y enterarse.
  Marta, para aquel momento, era una de mis mejores amigas, lo habíamos sido casi desde que alquilamos el piso juntas y nos conocimos. Ella siempre me contaba todo, y yo tres cuartos de lo mismo; nunca nos callábamos nada, no podíamos.
-Nada, me voy, así que más me vale arreglarme un poco, que llevo unas pintas… –fui a mi habitación y revolví el armario sin encontrar nada que ponerme, porque no podía ser ni muy formal o elegante ni algo pasota como un chándal. Tenía que ser algo corriente pero sofisticado, con clase y personalidad. Así que, pensando en “personalidad”, fui al armario de Marta y saqué una camiseta que sabía que me iba a prestar, y me la puse con unos vaqueros pitillo oscuros y, tras pensar en la estatura del chico del metro, me calcé los tacones que más me gustaban.
  Salí de casa a las cinco, y tras pensar que iba a llegar demasiado pronto, volví a subir y me aseguré de coger mi bolso, cosa que antes no había hecho. Marta se sobresaltó, pero no le hice mucho caso y le di una vez más las gracias por la camiseta, a lo que respondió con una sonrisa y una frase de las que siempre usaba, como “si ya sé que te encanta mi ropa, ya nos iremos de tiendas un día tú y yo por ahí”. Y, aunque ya nos habíamos ido varias veces juntas antes de tiendas, nunca había encontrado algo que me gustase, pero es que antes mis gustos eran un poco horteras, y Marta siempre acababa metiéndose con ellos.
  Me tomé una tila para tranquilizarme un poco, estaba nerviosísima. Y, cuando me paré a mirar el reloj, vi que eran y veinticinco, que no llegaba ni corriendo, así que cogí el abrigo, me colgué el bolso, y salí pitando a la plaza, a la que llegué diez minutos más tarde. Llegué al Starbucks pero no tenía agallas para entrar, así que me quedé petrificada, una vez más, delante de la puerta, como una completa idiota.

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