martes, 15 de marzo de 2011

Crossing the river (I)

  Celeste seguía una mariposa que libre revoloteaba por el jardín de su casa, cuando de repente vio que cruzaba el río y se adentraba en la finca de los de enfrente, allí donde nunca se atrevía a pisar porque ellos no vivían. Habían abandonado esa casa hacía ya años, y no tenía nada de especial, salvo que nadie hablaba de los antiguos inquilinos, no sabían nada de ellos, ni siquiera si se murieron o la razón de su desaparición era otra.
  Se planteó entonces el cruzar por el puente que había un par metros a su derecha, le picaba la curiosidad de lo que hubiera en esa casa, y la mariposa era una buena escusa para distraerla y no hacerle perder la cabeza por el miedo. Cruzó y siguió al delicado y precioso insecto, dándose cuenta segundos más tarde de que acababa de pasar por la puerta del jardín, de que estaba en éste y de que la hierba le llegaba por las rodillas.
  Celeste aún era pequeña cuando llegó por primera vez a aquel punto, pero aunque volviera a casa, este proceso se repetía diariamente, todas las tardes iba a la casa vecina, y se quedaba de pie, oliendo a aire fresco mientras observaba cómo el sol se hundía entre las colinas de después del valle. Recogía un diente de león todos los días, aunque cada vez era más difícil encontrar uno, lo ponía frente a su cara, cerraba los ojos con fuerza y soplaba pensando en un deseo que quería ver realidad. Normalmente era uno diferente, pero había veces que se repetía el mismo, exactamente con las mismas palabras pensadas, la misma idea con los mismos detalles.
  Un día, Celeste se planteó el entrar o no a la casa, dentro para ver cómo era y qué había. Se creía que los fantasmas la habrían ocupado, que estaría encantada y los muebles rotos y llenos de polvo. Ese día entró, y el miedo se le fue inmediatamente del cuerpo. Encontró muebles viejos, sí, pero ni rotos ni mal cuidados. Tenían varias capas de polvo encima, pero la casa estaría intacta de no ser por éstas. Subió las escaleras, pasando de vez en cuando la mano por el cristal de los cuadros en la pared y observándolos, mirando las fotos de los que supuso que serían los antiguos vecinos que vivían en la casa. Llegó a una habitación.
  Era una habitación distinta, no tenía polvo ni el ambiente estaba cargado de colores tenues. Las paredes parecían recién pintadas, la cama recién hecha, la mesa recién ordenada… Todo parecía nuevo, habitado, vivo. Y aunque las cortinas estaban corridas, la luz traspasaba la ventana, y los verdes pistacho y marrones de la sala se veían perfectamente. Eran, a pesar de su nombre, sus colores favoritos.

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