domingo, 21 de agosto de 2011

Trying to escape you can learn lots of things. You can also fall in love (III)

Emma llegó a su casa mucho antes que Víctor, y, a diferencia de este, no subió a su habitación, puesto que la suya estaba abajo, en el sótano.
Siempre que le decía a alguien que su habitación era el sótano de la casa la miraban con una cara extraña, de compasión, por así decirlo. Creían que la tenían sin cualquier tipo de luz, muerta de hambre y maltratada.
Pero no era así. Ella misma había decidido el año anterior, justo al cumplir los dieciséis, que quería un poco más de intimidad de la que tenía, que le apetecía estar sola de vez en cuando y eso en la planta baja no lo iba a tener de ninguna forma. Ella misma había redecorado todo el sótano, lo había pintado con sus propias manos de verde, y más tarde le había hecho un par de detalles en un color más oscuro (que se asemejaba al de sus ojos). Había puesto la cama pegada a la pared –le costaba mucho dormirse si no tenía una pared pegada a su espalda– lo más lejos de la escalera posible, y debajo de ésta estaba la tele. Justo en frente un sofá de lo más viejo, aunque restaurado por Emma y su madre, a pesar de que esta última no quisiera hacerlo y había estado dispuesta a comprar uno nuevo, pero a Emma le encantaba ese sofá, no era de los más cómodos, pero sí muy ancho y largo, además de ser también una buena cama. Lo había forrado con distintas telas de diferentes tonos de verde.
Era la habitación de sus sueños, por así decirlo. Y tenía bastante luz, se podría decir que demasiada para ser un sótano. En lo alto de las paredes, casi pegando al techo, había tragaluces que daban a la calle y que se abrían hacia fuera. A Emma le encantaba distraerse mirando los pies de la gente que pasaba por ahí cerca.
Cuando Emma llegó a casa entró en el salón y saludó a todos con un cálido “Hola”. No iba a dar explicaciones a nadie de dónde había estado ni con quién, hacía ya tiempo que su madre había dejado de preguntarle y no iba a ser ella quien sacase ese tema de conversación.
Fue a la cocina, se hizo un sándwich rápidamente y bajo a su habitación a ver la tele mientras lo comía. Cogió su portátil y empezó otra partida de ajedrez: siempre ganaba, y el juego le era tan monótono que subió lo poco que le quedaba a la barra para el tope de dificultad al máximo. Aún así, volvió a ganar.
Se sentó frente al escritorio, y abrió su diario y escribió.

Querido diario:
Hoy, nada interesante, como todos los días de verano.

“Eso es mentira” le dijo una voz en la cabeza.
–Cállate, ¿de acuerdo? –se ordenó a sí misma, mirándose hacia arriba.
“Allá tú”.
Siguió escribiendo en su diario, tachando lo que había puesto antes:

Querido diario:
Hoy, nada interesante, como todos los días de verano.
Lo reconozco, me ha gustado. Es majo, sensible, y… ¡vaya ojos! No me he fijado en su exterior hasta que me ha empezado a contar cosas sobre él mismo y su familia, y de que está harto de ella. Vamos, como todos los adolescentes de este mundo, como si yo no estuviera hasta los ovarios de la mía.
Moreno, se llama Víctor, unos cuatro dedos más alto que yo, delgado pero no demasiado, con músculos pero sin pasarse, sin dar asco. Supongo que como yo, unos dieciséis para diecisiete. Ojos verdes, como yo. Bueno, los suyos son más claritos, con azul haciendo una fina circunferencia en el exterior del iris.
Bastante guapo, sí. Mañana he vuelto a quedar con él.
En definitiva: nada interesante, como todos los días de verano, mas con un punto en medio de la hoja en blanco. Voy a ver la tele.

Al otro lado del bosque, en un chalet beis con piscina y jardín, Víctor hacía un crucigrama tirado en su cama. A las doce de la noche bajó a cenar un vaso de leche, y cogió su móvil de paso, que estaba en el comedor. Lo miró y pensó “Soy estúpido, ¿cómo me va a dar un toque si no tenemos nuestros números? Mañana se lo doy”. Encendió la televisión y se puso a verla mientras removía con cuidado la cucharita del vaso de leche. Estaba fría, no le gustaba la leche caliente ni en invierno, pero aún así le agradaba remover en todo momento la leche.
Ninguno de los dos sabía que el otro estaba haciendo exactamente lo mismo, viendo la tele por hacer cualquier cosa que le evadiera del exterior. Cualquier cosa por no tener contacto con alguien aleatorio que pudiese preguntarle o hablarle de chorradas.
–Emma, creo que ya va siendo hora de que te vayas a la cama, cielo –dijo su padre.
–¿Víctor? ¿Qué haces despierto hasta tan tarde? –preguntó la madre de Víctor– Mañana hay que madrugar, tu hermana compite…
–Sí papá, voy enseguida –contestó Emma.
–En cuanto me acabe el vaso de leche, “pá” –Víctor apagó la tele, se bebió el vaso entero y lo dejó en el fregadero de la cocina. Luego subió a su habitación y encendió el ordenador, miró un par de cosas y lo apagó a los cinco minutos.
Emma silenció el televisor y puso la radio para oír el programa de las doce y cuarto de humor musical. A la una se metió en la cama, apagó la luz, y no tardó más de dos minutos en dormirse.
Víctor hizo lo mismo, se tapó hasta el cuello y dio un par de vueltas hasta caer de sueño.
Los dos se durmieron enseguida, mas no sin antes pensar en el otro.

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