Se levantó de madrugada, miró el móvil y se sorprendió de la
hora que vio en la pantalla. “2:47”, decía. Se sentó en la cama y se apretó
fuertemente las sienes, masajeándolas un poco de vez en cuando. Sus cejas se
fruncían y estiraban al compás de los movimientos de sus manos, y sus párpados
se cerraban fuertemente, provocando arrugas en ellos.
Abrió los ojos diez minutos después, y miró hacia la
ventana.
–Las tres de la mañana, Ana, te has lucido –se dijo a sí
misma.
Las calles estaban vacías, no se veía un haz de luz, sólo
ese pequeño azul claro que hay en este país, cuando hace frío y el invierno se
acerca.
Vestía una camiseta de tirantes con mucho escote, y unos
pantalones largos de pijama de invierno. Cogió la manta del suelo y se la puso
sobre los hombros. Estaba tiritando.
–Brrr, ¡qué frío!
Se levantó de la cama, y se dio cuenta de que llevaba
calcetines. Era la primera vez en mucho tiempo que dormía con ellos y que lo
soportaba. Odiaba dormir con calcetines, incluso cuando hacía mucho frío en su
país lo había intentado, pero acababa –consciente o inconscientemente–
quitándoselos. Bajó las escaleras despacio, apoyando la mano derecha en la
barandilla.
“Las tres de la mañana” pensó. Encendió la luz de la cocina
y se sentó donde siempre, al lado del frigorífico, mirando hacia la ventana,
ausente por la cortina negra que la ocultaba de arriba abajo, que había sobre
el lavaplatos.
Estuvo en silencio todo el rato, sin siquiera prestando
atención al sonido de su propia respiración, como solía hacer cuando se
encontraba sola en un lugar silencioso. Sin embargo, sus pensamientos llenaban
su cabeza gritándose a sí misma cuánto echaba de menos a su familia y amigos. Y
a su “más-que-amigo”.
Éste sí llenaba por completo su mente.
“Hace ya más de mes y medio que estás aquí, y aún no te has
acostumbrado a estar sin él, y dudo que lo hagas”.
Tenía razón, no lo iba a hacer. Demasiados sentimientos como
para apartarlos de su cabeza aunque sea un solo segundo.
Miró el reloj mientras se daba cuenta de que estaba
tiritando, y que sus pies, aun cubiertos por dos pares de calcetines –unos de
vestir y otros de estar por casa, de lana–, estaban fríos. Mucho.
–Las cuatro, creo que ya es suficiente. A la cama.
Y tal y como lo dijo, lo hizo. Subió las escaleras muy
lentamente, pensando en cada escalón. Entró en la habitación sin hacer ruido,
para no despertar a su compañera, y se metió en la cama, envolviéndose primero
en la manta y luego en el nórdico.
“Sí, hace mucho frío” volvió a pensar. Cerró los ojos,
recordó la cara de él y cayó en un profundo sueño, que terminó tres horas y
media después.