sábado, 5 de marzo de 2011

Bookmarks (I)

-Qué bonita está la luna esta noche, ¿no crees? –dijo mientras rodeaba mi cintura y me propinaba un beso no exigido en la mejilla, sonreía esperando una respuesta monosílaba y volvía a mirar aquel astro que radiaba luz de una forma conformista, aun sin haberla conseguido todavía.

Hacía poco que nos conocíamos, y aún así, habíamos llegado a ser más que amigos. Apenas recordaba cómo fue nuestro primer encuentro…

-¿Está ocupado? –dijo con una sonrisa de oreja a oreja, señalando el asiento contiguo al mío. Yo simplemente ladeé la cabeza, haciendo obviar un “no” por respuesta. Seguidamente, se sentó a mi lado, pasó el brazo por encima de mi regazo para coger el periódico y se disculpó con un “lo siento” y una cara vergonzosa. Supuse que sería por haber invadido mi espacio. No contesté, estaba absorta leyendo el libro de poesía que tenía en las manos. Lo habría leído ya como cinco veces, pero esas palabras con las que el autor expresaba sus sentimientos hacia su amada, ese amor no correspondido y esas ganas sobrehumanas de besarla a pesar de las consecuencias me hechizaban, y no importaba cuántas veces antes las hubiera leído, siempre provocaban en mí sensaciones distintas aunque parecidas a las anteriores.

Recuerdo que solía, por esa época, señalar los libros con un marca páginas hecho por mí misma, con dibujos que nada decían y con mi nombre y teléfono abajo, en una orilla, por si el libro llegaba a manos honradas tras su pérdida y me lo devolvían después.

Inmersa en mis rimas, a la par que leía me bajé del metro, y mientras subía las escaleras sentía como que algo me faltaba, pero no le di la más mínima importancia al ver que llevaba el bolso colgado, con la cartera, el móvil y las llaves de casa dentro.

Llegué a casa en dos minutos, estaba justo encima de la boca del metro, y dejé el libro sobre la mesa del hall, boca abajo y abierto por la página por donde estaba leyendo. Era la hora de comer, así que me puse manos a la obra y cociné unos pocos espaguetis con tomate, que me comí en un plis-plas del hambre que tenía. Puse la tele, vi un poco los informativos para enterarme de lo que pasaba por el mundo, y retomé mi libro con ganas tumbada en aquel estrecho sofá.

Me quedé dormida del cansancio que traía del trabajo hasta que alguien llamó a mi teléfono.

-¿Sí? –dije mientras lo cogía, con una voz adormilada y casi llena de furia.

-Hola, soy el chico del metro, te has dejado tu marca páginas, y como he visto que tenía el nombre y el teléfono supuse que era importante para ti.

-No, no tiene valor sentimental para mí, pero muchas gracias –colgué, justo después de oír un sordo suspiro procedente de la otra línea de teléfono.

Recuerdo que en ese instante no me preocupé por nada, simplemente volví al sofá, y como no podía dormirme, retomé mis rimas con entusiasmo. Pero mientras iba leyendo, me preguntaba por qué había sido tan borde con aquel chico, por qué no había sido más agradecida, así que, quince minutos después de planteármelo seriamente, cogí el móvil y llamé al número.

-¿Diga? –contestó, con voz desconfiada. No se parecía en nada a la voz contenta que tenía antes, en la antigua llamada.

-Hola, mira, soy yo, la de antes del marca páginas con dibujitos –estaba tensa, así que cogí aire y me calmé un poquito–. He sido una grosera, lo siento por lo de antes. ¿Podríamos quedar para tomar algo y me lo devuelves?

-Esto… No sería ningún problema para mí, pero es que yo no soy “ese chico que te ha llamado antes” –la cara que se me quedó en ese momento fue un auténtico show, siempre me arrepentiré de no haberla fotografiado–. Pero si quieres, puedo darte su número, acaba de salir a comer algo, así que con suerte podrías pillarlo por ahí, seguramente se haya llevado un libro para leer con tu importante marca páginas –rió, y yo con él.

-Vale, sí, de acuerdo. Dame su número.

Me dio su teléfono y lo anoté en un papel, y lo pegué con un imán en el frigorífico.

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