Todavía me acuerdo del día que llegué a Torquay por primera
vez, hace ya más de tres meses.
Estuve toda la víspera (tampoco muy larga; solo cuatro
horas) hablando con F de la única forma que nos sería posible hablar tras mi
partida; de ordenador a ordenador. Estaba tumbada en la cama y él sentado en su
silla cuando mi padre, que iba en albornoz, tocó la puerta de mi habitación a
las cuatro de la mañana para despertarme y decirme que nos iríamos en una hora
hacia el aeropuerto.
Me despedí de F, y me pegué una ducha bien fría para evitar
llorar y llegar tarde. Salimos de mi casa a las cinco, y llegamos al aeropuerto
sobre las siete y media.
Barajas por la mañana a principios de septiembre es fría y
oscura; recuerdo despertarme en el coche, ponerme las zapatillas y salir,
abrigo en mano, y tener tanto frío que ni me acordé de que lo llevaba, y
abriendo las manos me las llevé al torso para frotarlo, arrojando el abrigo al
suelo. Fue entonces cuando me desperté de verdad y lo recogí, esperando a que
mi padre cogiera las maletas y me diera las pequeñas.
Las llevamos al edificio y allí cogimos un carro y las
pusimos en él. Yo seguía teniendo frío, sueño y hambre, y no creo que me
estuviera dando cuenta de lo que hacía, a lo que me estaba acercando.
Ya dentro del aeropuerto, no hicimos nada especial salvo ir
de una a otra salida, confusos por lo que los megáfonos decían.
Cuando subimos al avión, apagué mi móvil español casi para
siempre y me eché a dormir.
Llegamos a Gatwick, Londre, y cambié la hora de mi reloj
nada más aterrizar. También cambié otras cosas sin darme cuenta de ello a penas
en el momento.
“Idioma: inglés”
“Vida: nueva”.
Alquilamos el coche, gracias a mi función de traductora (papá, si estás leyendo esto habrás de
admitir que no miento, no es que te esté quitando méritos), y mi padre se
puso a conducir, después de investigar cómo se arrancaba el coche durante más
de diez minutos por su testarudez de negarse a cualquier ayuda que el
dependiente había ofrecido, por “el lado contrario” de la carretera. Y yo, por
mi parte y como buena copilota, me eché a dormir otra vez.
Cuando, tras un descanso para comer, llegamos finalmente a
Torquay y a mi nueva “familia”, cogimos las maletas de nuevo y las llevamos a
mi nueva casa. Me despedí de mi padre y me metí en mi habitación.
Abrí el portátil y llamé a F.
De eso hace ya más de tres meses, aunque me hayan parecido
el cuádruple.
Esa noche me metí en la cama, pensé en a quién echaba ya de
menos y dormí, otra vez.
Sé que nuestra despedida no fue perfecta, pero total, una despedida es un adiós, y eso, jamás de lo diré (:
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