viernes, 22 de julio de 2011

Todos sabemos lo que es andar por la playa.


Caminaba descalza por la orilla del mar cuando, de repente y sin darme cuenta, una ola embistió mis rodillas y me empapó las piernas enteras.
-¡Joder! –exclamé por lo bajinis, mientras me daba con las manos un poco en las piernas intentando, sin éxito, secármelas.
No había nada que más me fastidiese que mojarme por culpa de olas inesperadas. No me gustaba la playa, ni la arena, ni que el mar contuviese tanta cantidad de sal, me parecía, como mínimo, insoportable.
Seguí caminando a pesar de mi mala leche por haberme mojado, pensando en mis cosas, en por qué las conchas del mar eran tan pequeñas, buscando caracolas para hacerme un bonito colgante que luciría en verano, tomando el sol para broncear mi piel y conseguir ese tono moreno que tan bien le quedaba a mis ojos verdes y a mi pelo casi rubio. Iba tan distraída en mis cosas, que no me percaté de que venía un chico cachas corriendo hacia mí, oyendo música en su iPod tan concentrado como yo.
Evidentemente, y como era de esperar, nos chocamos, me tiró al suelo y me mojé, no sólo el culo, sino que casi todo el cuerpo, porque en ese momento, mi amigo el mar, lanzó una ola que me llenó de agua y sal hasta las trancas.
-¡Me cago en la puta! –grité en medio de la playa, y el chico se apresuró a cogerme, no sin antes reírse de mí.
-Lo siento –dijo evitando las risas, que se adivinaban tras su falsa y perfecta sonrisa de dentista.
-Te parecerá bonito, cabrón... –bufé. Quizás fui un poco dura con aquel pobre chico, pero se lo merecía– A ver si miras más por dónde vas.
-Lo mismo digo, señorita. Si usted hubiese estado más pendiente de dónde ponía el pie, no hubiéramos chocado.
Me dejó a cuadros. Me dieron ganas de tirarle una copa de Gintonic a la cara, pero entonces me di cuenta de que no estaba en un bar. Y mientras pensaba todo esto, él ya había seguido corriendo, y no me había dicho ni mú.
Así que, como venganza, me agaché; cogí un puñado de arena, lo amoldé bien e hice una perfecta esfera de arena húmeda, y se lo tiré a la espalda.
Le di de lleno, por lo que me puse a saltar y a reír como una cría pequeña. Y, mientras daba palmas con los ojos cerrados de lo que estaba sonriendo, noté cómo algo me daba en el ombligo y resbalaba hasta caer al suelo. Me miré: arena.
Entonces miré al corredor, que estaba sonriendo por haber dado en el clavo... Y salí tras él.
-¡Cabrón, ven aquí que te vas a enterar!
No le dio tiempo a reaccionar y me volví a chocar contra el, pero estaba tan inestable que caímos al suelo: él debajo y yo encima.
Nos quedamos mirándonos durante segundos, hasta que él rompió el silencio, sin quitarme de encima.
-¿Está usted loca, señorita? Por favor, ¡parece una cría! ¡Que alguien me la quite de encima, por favor!
Siguió hablando, pero yo cerré los ojos y, siguiendo mi instinto, tapé su boca con la mía para hacerle callar.
Y funcionó.

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