Estaba sentado en un banco del parque a las
afueras de la ciudad, con una bolsa roja donde guardaba el agua y todas las
cosas necesarias para su diario entrenamiento de baloncesto. Miraba hacia el
frente, y de vez en cuando hacia los lados como si buscase a alguien, y yo
sabía muy bien a quién esperaba.
Aceleré el paso hasta que me vi corriendo hacia
él, moviéndome rápido mas sigilosamente para taparle los ojos y que adivinara
mi nombre. Ese día estaba especialmente guapo. Llevaba el pelo mojado y
alborotado por el entrenamiento e iba completamente de rojo. Adoraba ponerme esa camiseta para estar
por su casa; era roja sin mangas, con su nombre en blanco atrás y el número
nueve: una camiseta normal y corriente de baloncesto, pero suya.
—Sé que eres tú; aparta —no lo hice, cosa de la
que me arrepentí al segundo. Sacó las manos de los bolsillos y las posó en mi cintura,
que estaba justo detrás de su cabeza. Entonces me di cuenta de lo que estaba a
punto de hacer. Pegué un salto con la primera tanda de cosquillas, pasé por
encima del banco y me senté en la parte superior, sobre el respaldo. Él se
levantó, se puso frente a mí y me besó en la mejilla.
—¿Cuánto tiempo has estado esperando? —pregunté.
—No mucho para ser tú; la “más-tardona-del-mundo”.
Reí, bajé a sentarme bien en el banco y di dos golpecitos
al lado mío con la palma de mi mano sobre la madera para indicarle dónde debía
sentarme. No me hizo caso. Me cogió la mano derecha y tiró de mí hasta
levantarme y ponerme delante de él. Me rodeó con sus brazos, y noté cómo sus
manos se unían justo al final de mi espalda.
—Te quiero —dijo, y seguidamente me besó,
dejándome inmóvil y pálida, sin reacción alguna. Poco después se apartó, y pude
verle esos preciosos ojos verdes—. Echaba de menos esto, ¿sabes?
—Define “esto”, por favor —dije entre risas, a
pesar de ser un momento serio.
—Pues tú, estar contigo, abrazarte y besarte.
—¡Pero si sólo hacía tres horas que no me veías!
—volví a reír, y baje la mirada al suelo. Él me cogió la cabeza por la barbilla
y me la subió hasta que volví a mirarle a los ojos.
—Pues eso, que te echaba de menos.
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