domingo, 6 de marzo de 2011

Bookmarks (II)

  Estuve como diez minutos mirando el papel, pensando en si debía llamarle o no, y luego gasté otros cinco minutos en pensar por qué me había puesto tan tonta discutiendo conmigo misma si le llamaba o no lo hacía. Oí cómo se abría la puerta del piso, distrayéndome de mis pensamientos. Era Marta, mi compañera de piso. Alta, morena, delgada, pelo liso y guapa. Trabajaba como bióloga en el zoo, y siempre que llegaba a casa lo primero que hacía era ir corriendo a la cocina, abrir la nevera, pegarse un empacho a agua y quejarse de que no era un puesto de trabajo en un zoo lo que ella había deseado de pequeña, que eso no era en lo que pensó cuando eligió biología.
  Pero lo que hizo ese día fue diferente. Al verme en frente de la nota se alertó.
-¿Me han llamado otra vez a tu número? –y como no me di cuenta de lo que había dicho porque estaba empanada en mis cosas, cogió su móvil y marcó el teléfono que anteriormente yo había anotado en el papel y pegado con un imán del restaurante favorito de Marta en el frigorífico. No me di cuenta de lo que mi compañera de piso estaba haciendo hasta que oí la conversación que estaba teniendo por el móvil.
-Hola, has llamado hoy al móvil de mi compañera preguntando por mí. Soy Marta, ¿quién es usted y qué quería? –paró un momento, esperando la respuesta, y aproveché para explicarle un poco lo que pasaba, muy por encima.
-Esa nota no era para ti, Marta. Es mía de un chico del metro que tiene mi…
-Calla –muy bióloga y alta y guapa y todo lo que tu quisieras, pero de egoísta tenía más que de cualquier otra faceta–, que estoy hablando –dejó de dirigirse hacia mí, y puso una cara de decepción–. Ah, sí. Comprendo… vale, vale. Venga, adiós –y cerró el móvil con mala leche, dejándolo encima de la mesa con más ira todavía.
  Fue taconeando hasta el salón, enchufó la tele, me miró, se dejó caer de mala manera en el sofá y abrió la boca para gritarme. Pero no escuché ni una sola palabra porque no las dijo. Se limitó a escuchar su programa favorito, ese que echaban siempre a las cuatro de la tarde. En los anuncios le expliqué lo que había pasado, me entendió y me dijo que nunca más pusiera una nota con el imán de su restaurante preferido, que podía haber confusiones.
-¿Entonces qué? –me quedé pensando en qué podía significar esa pregunta, en qué contexto la estaba usando– ¿No vas a llamarle?
  Salí casi corriendo del salón, fui a por mi móvil y llamé al chico, del cual no sabía todavía ni el nombre, y él el mío sí. ¿Cómo iba a contestar? Piiii. Tenía unos nervios enormes, pensando en cómo podía llamarse, en cuántos años tendría, piiii, en si tendría piso propio o no (luego me di cuenta de que si su compañero me había cogido antes el teléfono, sería porque estaría compartiendo uno), piiii, en si la colonia que llevaba en el metro la llevaría siemp…
-¿Sí? –contestó, y yo me quedé varios segundos con los ojos como platos, sin creerme aquello en silencio– ¿Diga? –volvió a preguntar.
-Sí, hola. Soy yo, la chica del metro. La del marca páginas. He pensado que he sido muy borde, me gustaría recuperarlo… –y en ese momento me cruzó la cara la primera de las sonrisas que sabía que haría por él.

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