miércoles, 9 de marzo de 2011

Bookmarks (V)

  Volvió a sonar, así que me levanté a abrir, acordándome de que Marta había salido, y con ella su costumbre a abalanzarse sobre la puerta y ser la primera en saber quién venía. Era él. Quería abrir pero no me atrevía a hacerlo. Finalmente, tras pensarlo detenidamente, cogí el telefonillo y pregunté.
-¿Quién? –no obtuve respuesta, pero veía por la pantalla que Mario seguía ahí, parado, sonriendo– No queremos publicidad, gracias.
-¡Elena! –gritó– Soy yo, ábreme que te suba el marca páginas –dijo, casi riendo al soltar las últimas palabras. Obedecí. Simplemente abrí la puerta sin el previo aviso de “sube” que Marta solía hacer con todo el mundo, salvo con esos a los que les decía “ya bajo”. En menos de tres segundos ya estaba arriba. “Imposible”, pensé, pero más tarde me di cuenta de que no eran tres segundos reales, que habían sido más, aunque no para mí.
  Ding-dong, sonó la puerta, y mis nervios saltaron de repente, dejándome una voz temblorosa y tartamuda, acompañando a unas manos sudadas con las que no hacía más que tocarme el pelo. Abrí con una sonrisa de oreja a oreja, y dije la única gracia que se me pasó por la cabeza en aquel momento, para calmarme un poquito a mí misma.
-Ya he dicho que publicidad no, muchas gracias –e hice ademán de cerrar la puerta, pero volví a abrirla de par en par, con un gesto propio de “pasa, pasa”. Le ofrecí un café, sin pensar en el que ya habíamos tomado.
-No, gracias, vengo de tomarme uno en el Starbucks de aquí abajo con una chica olvidadiza –volvió a sonreír, y eso me ponía aún más nerviosa, porque me parecía tan perfecto cuando lo hacía…
  Pasamos al salón y le dije que se sentara, mientras iba a la cocina a por un vaso de agua y un par de galletas por si cambiaba de opinión y le apetecía tomar aunque fuese sólo una. Cuando volví me lo encontré sentado en el sofá, concretamente en mi sitio. Si las miradas matasen, Mario hubiese tenido entonces un bonito funeral propio de una persona de veinticinco años, y como notó esa mirada, se apartó un poco y me senté a su lado, en el sitio de Marta.
  No me consideraba una persona maniática, pero había cosas que tenían que mantener un orden ya impuesto anteriormente, y otras (pocas, muy pocas), que a veces se escapaban, como mi armario en épocas de crisis vestimentarias.
  Aprendí mucho de Mario esa tarde. Pasamos de ser completos desconocidos a tener una fuerte relación de amistad en pocas horas. Incluso se quedó a cenar en mi casa, y a las once y media, cuando ya me había dado dos besos y esperaba impaciente el ascensor, le hice volver a mi puerta.
-Oye que… puedes quedártelo –dije, poniendo mi marca páginas en sus manos–. Así tenemos escusa para volver a quedar.
  Y se lanzó. Noté cómo sus cálidos labios se fundían con los míos, y finalmente se despedían con un doloroso “hasta luego”.

-Sí, la verdad es que está preciosa –dije mirando sus verdes ojos, sonriendo.
Y, si te lo preguntas, lo veo siempre que lee en mi cama, pero no, no he recuperado (ni quiero) ese marca páginas, porque sé que esto no va a terminar nunca.

2 comentarios:

Licencia Creative Commons
Este obra de Ana Gracia Martínez está bajo una licencia Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported.